Pónganse a amar, pendejos



Ha muerto García Márquez. Para entender lo que esa noticia significa para mi es menester explicar que de niño yo nunca quise ser escritor, yo lo quería ser es Gabriel García Márquez.

Recuerdo que de adolescente en un mercadillo ambulante en Candás me compré una de sus primeras novelas, La Hojarasca. No era una obra magistral sino más bien un esbozo, una especie de borrador, pero lo que leí me bastó para reconocer que por aquellas páginas circulaba el germen de algo llegaría a convertirse en muy grande, Cien Años de Soledad, la novela con la que se inaugura un nuevo tiempo mítico que es, como el recuerdo, pasado y presente a la vez, pero que es también muchas más cosas que se funden y se confunden: realidad, ficción, sueño, presentimiento, impostura y revelación.


«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo».

Las novelas de García Márquez están repletas de amores devastadores, de esos que comienzan como un viento suave en una estación de tren y acaban llevándose por delante la cubierta del granero y todo lo que encuentran a su paso en cinco mil metros a la redonda de tu existencia. Amores inconcebibles, que nos revelan nuestros propios límites y que alumbran nuestras debilidades, como el que Florentino Ariza expresa, al exhalar su último aliento, por su amada Fermina Daza en la que más me emociona de todas sus obras, "El amor en los tiempos del cólera":


Como homenaje póstumo a García Márquez me permito el atrevimiento de darles un consejo. Échense a amar. Ya sé que a veces se sufre y que otras se pasan malos ratos; tampoco ignoro que el éxito de la empresa nunca está garantizado pero... si lo piensan bien en realidad no hay alternativa, porque desechar la posibilidad de amar es lo más parecido que se me ocurre a meterse dentro de una botella de formol y resignarse a contemplar como la vida ocurre al otro lado del vidrio.



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