Uno de esos días estupendos




Alguien dijo una vez que nunca se mira tan bien por una ventana como desde la ventana de un hospital. Y es cierto. Afuera todo sigue su curso normal: el mar de color plata, los semáforos, las nubes, los cargueros con bandera Namibia que fondean en el puerto de El Musel, la gente sentada en los bancos. Adentro, en cambio, todo se ralentiza: mi madre abre los ojos, me mira y respira fatigosamente, como si estuviera a punto de olvidar cómo hacerlo y yo la contemplo sin poder hacer nada y aprieto su mano entre las mías. Un viejo amigo que acompaña a su hija a las sesiones de quimioterapia se asoma a la puerta de la habitación y me abraza cariñosamente, sorprendido de verme en Asturias después de tantos años. Son apenas las ocho de la mañana. Es hora de irme. Me esperan casi novecientos kilómetros hasta casa. Aprieto por última vez la mano de mi madre y le doy un beso en la frente. Es domingo y hay poco tráfico en la autopista. A la altura de Logroño me paro en un área de servicio para hablar por teléfono con mi novia, que me ha llamado mientras conducía. Me cuenta que está muy liada con los cambios en su trabajo y que ahora no tiene tiempo para mi, que no llega a todo, que es mejor dejarlo correr, pero que no me lo tome a mal, que no me está apartando de su vida, que no es nada personal. Yo le digo que lo entiendo y hasta es posible que en el fondo sea así, pero en cuanto cuelgo tengo más ganas de llorar que otra cosa. Pido un café y miro por la ventana del área de servicio y me doy cuenta de que de pronto esa ventana ha empezado a parecerse un poco a la ventana de un hospital: afuera una pareja se besa y dos niños juegan en los columpios, pero aquí adentro todo se ha detenido y empiezo a respirar con dificultad.


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