Hace demasiado calor para que los ángeles vuelen



Tener enemigos o, para no ser pretencioso, simples desafectos, pertenece a ese género de cosas que, sin ser buenas, son necesarias, porque ayuda a saber o a recordar (si lo has olvidado) qué es lo que no quieres ser. Supongo que, como todo el mundo, debo tener alguno disperso por ahí, pero mentiría si dijera que les presto atención porque me importa mucho más la gente a la que quiero que, invariablemente es, además, gente a la que admiro por muchas buenas razones que no caben en esta página, más que nada porque serían muy largas de relatar y lo bastante sentimentales como para resultar un poco ridículas. 

Para lidiar con los enemigos y los bobos en general (colectivo, por desgracia, bastante numeroso) recurro a mi madre (hola mamá), que me adoctrinó en el severo arte de pronunciar sin inmutarme suaves palabras afiladas que tienen el acre sabor del fuego valirio, así que mentiría si dijera que me siento indefenso en tales ocasiones, por lo demás siempre desagradables. Para los amigos, en cambio, reservo un afecto infinito y una lealtad perruna e inquebrantable: si algún idiota se mete con uno de los míos haré todo lo que esté en mi mano por arrancarle cordialmente los ojos y metérselos por el culo. Con mis amigos no se juega y punto, queda claro?

Digamos que soy de afectos y desafectos muy obvios y, si quieren que les diga una cosa, entre ustedes y yo, estoy muy orgulloso de que sea así y no de otra manera, porque el ejercicio de la hipocresía resulta agotador y, a cierta edad que por desgracia ya es la mía, es como un traje que te va tan estrecho que ya no tiene sentido seguir guardándolo en el armario. Supongo que debe formar parte del proceso de hacerse mayor: saber a qué personas quieres de verdad y a quienes no te importaría demasiado que les atropellase el viejo tren de la línea Palazuelo-Astorga clausurado por falta de rentabilidad por el gobierno de Felipe González allá por los años ochenta, cosa -la del tropello quiero decir- bastante difícil si tenemos en cuenta que su velocidad comercial era nada más y nada menos que de unos vertiginosos 50 kilómetros por hora, capaces de asombrar a cualquier ingeniero japonés experto en levitación magnética. 


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