Soy feminista (por supuesto)



Hay pocas palabras en nuestro idioma con connotaciones tan negativas como feminismo y feminista. En el acervo cultural masculino español feminista significa mujer con bigote que selecciona su fondo de armario en la sección textil del Alcampo y más bien falta de desodorante que odia al hombre por su mera existencia. Esa definición, epicentro de tantos chistes y estupideces, serviría para justificar por sí misma la vigencia del término: en realidad ser feminista no es más que defender los derechos humanos de las mujeres, que no en vano son más de la mitad de la población mundial y, por cierto, la mitad más oprimida a la que las cosas vienen mal dadas. 

El feminismo no es, como algunos parecen pensar, un asunto superado por la historia. Es cierto que gracias a él la mujer vota en las elecciones, puede abrir una cuenta bancaria o matricularse en la universidad. Sólo faltaría. Pero con eso no basta. Las mujeres tienen derecho a mucho más: a ser directivas de una empresa sin tener que sacrificar su vida personal para conseguirlo, a ser tan diputadas, alcaldes y concejalas como sus correligionarios hombres y, en particular, a no tener que estar expuestas a unas cifras de maltrato y violencia aterradoras en pleno Siglo XXI.

A muchos hombres el feminismo les resulta perturbador. Han sido educados para ser el macho alfa y sienten que hay algo latente en la defensa de los derechos de la mujer que debilita su rol y que atenta contra su primaria y endeble autoestima. Necesitan estar al mando y por eso proclaman en voz bien alta que la discriminación de la mujer es cosa del pasado. Y si encima han pasado por un divorcio o por alguna ruptura amorosa no es raro que metabolicen su resentimiento de forma visceral: las mujeres se aprovechan de los hombres, son todas unas putas y unas cabronas. Ese y no otro es el delirante nivel de muchos comentarios de los lectores de cualquier periódico ante la noticia de una mujer asesinada por su pareja y un prototipo bastante estándar de conversación de barra de bar entre amigos y/o colegas de trabajo.

De forma paradójica, algunas mujeres tampoco se sienten cómodas con el término. Para afirmarse en su entorno laboral han tenido que construir una personalidad fuerte (muchas profesoras saben de qué hablo) y les parece que el feminismo las debilita: si yo he llegado hasta aquí otras también pueden conseguirlo siguiendo el mismo camino. Pero no se trata de eso: que yo sea lo bastante hábil , fuerte, listo o perserverante como para saltar una valla no la hace desaparecer para los que vienen detrás. 

Ojalá el feminismo fuera innecesario. Pero no lo es. Es tan necesario, por desgracia, como en cualquier otra época: hay religiones que amenazan con devolver a la mujer a un estado de semi-esclavitud, múltiples formas casi invisibles de discriminación social, infranqueables barreras de cristal que penalizan su ascenso profesional y unas cifras de violencia de género como para echar a correr y no parar. Queda mucho, muchísimo, camino por recorrer. Ojalá la otra mitad de la población (la formada por hombres) se anime a recorrerlo con las mujeres, porque estoy seguro de que en ese camino el hombre también encontrará la llave de su propia liberación.








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