9 años



Mi padre falleció el 27 de abril de 2007, así que -si no llevo mal la cuenta- acaban de cumplirse nueve años. Dejando de lado lo más obvio -el dolor, la pérdida, la irrevocable añoranza- al correr del tiempo todo lo relacionado con él va cobrando un velo de irrealidad, como si se tratara de un barco que una tarde partió hacia poniente y del que no se han vuelto a tener noticias. 

Uno recuerda, como no podía ser de otra manera, infinidad de momentos: los ratos en los que yo esperaba impaciente a que llegara a casa en su Seat 131 para arrancarle un beso y el periódico del día; las tardes en las que me llevaba a Gijón al cine Arango o al Robledo a ver una película de Bud Spencer y Terence Hill o, si era verano, a la playa de Xivares, en la que, gracias a las bondades del peculiar clima asturiano, más de una vez nos aguardaba una tromba de granizo; los viajes que hacíamos cada domingo en Vespa (contraviniendo la normativa en materia de seguridad vial que prohibe que tres personas vayan en una moto por muy secundaria que sea la carretera) para ir a Guimarán, a casa de mi abuela; las noches que pasábamos juntos en la penumbra del viejo matadero municipal de Gijón; aquella vez que me despertó para ver como la nieve lo iba cubriendo todo por primera vez en muchos años; los partidos de fútbol en el campo del Candás en los que la gente abroncaba al árbitro y maldecía en asturiano; las veces en las que nos esperaba a mi hermano y a mi a la puerta del colegio San Felix; lo mucho que le gustaba que le rascara la cabeza mientras escuchaba, a punto de dormirse ya, a Juan Manuel Gozalo en Radiogaceta de los Deportes -el viejo programa de Radio Nacional-; su alegría con las victorias del Real Madrid y lo mucho que me chinchaba con ellas...

Se trata de mi padre, la persona con la que pasé toda mi infancia y casi la mitad de mi vida, así que a nadie puede extrañarle que pudiera estar una semana entera hablando de él. Sólo así se entiende, también, el inmenso vacío que produce la certeza de su ausencia a lo largo de estos nueve años que me pesan en el alma como si cada minuto fuera de hierro fundido. Pero el tiempo, por suerte, también va extendiendo, incluso sobre una herida tan profunda, un manto protector. A medida que su figura se adentra en los sinuosos vericuetos de la memoria en cierto sentido se va distanciando -de forma inexorable- de tu día a día, simple y llanamente porque ya no está y esa ausencia, por muy triste que resulte, es un hecho que acaba imponiéndose por si mismo y protegiéndote de un dolor que de otra forma quizás resultaría imposible de soportar. 

No es cierto -por mucho que lo repitan- que el tiempo todo lo cura, porque no es preciso haber vivido mucho para saber que hay heridas que no se restañarán jamás, pero incluso para esas heridas el tiempo es el único anestésico disponible. Supongo que se trata de un mecanismo -uno más- con el que nos ha ido dibujando con su larga mano la evolución: si no fuera de esa forma, a a cada pérdida, a cada experiencia dolorosa, iríamos arrastrando un peso cada vez más grande y llegaría un momento en el que, aplastados por la pena, ni siquiera podríamos dar un paso más. Y a mi padre, por cierto, eso no le gustaría ni un pelo, porque, si algo era mi padre, quizás más que ninguna otra cosa, era, precisamente, un ferviente partidario de la felicidad. 


"... nunca he olvidado a toda aquella gente ni a ninguna de las voces que solíamos escuchar por radio, aunque a decir verdad, con el paso de cada nochevieja, esas voces parecen alejarse cada vez más y más..."

(Woody Allen, Días de Radio)

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