Cuñados



¿Cómo pudo Charles Darwin darse cuenta de qué el hombre venía del mono? Fácil. Seguro que tenía algún cuñado al que, de forma sutil y cautelosa -como Félix Rodríguez de la Fuente lo hacía con el receloso lirón careto en las oscuras oquedades del otoñal bosque caducifolio- observaba en silencio en la espesura de las celebraciones familiares que acostumbran a sucederse trepidantes y bulliciosas, sin pausa ni descanso, cuando se aproxima la Navidad. Y así, a base de no quitarle ojo y asistir impertérrito a sus chistes de paleto ibérico, de pronto, un buen día, mientras se veía obligado a elegir entre mantecado, polvorón, alfajor y rosco de vino, se dio cuenta de algo que era evidente: siendo este tío como es imbécil por los cuatro costados y más tonto que un bote y siendo, como es -también y muy a mi pesar- miembro de la especie humana, es más que probable que esta provenga de algún tipo de protohomínido ancestral que ha dejado grabada a fuego en nuestro acervo genético la huella de la tontería y el sello del humor cani-poligonero que caracteriza a la criatura cuñado en todos los hábitats y ecosistemas del mundo, desde la gélida tundra siberiana a los intrincados bosques tropicales. Fue, por así decirlo, una revelación: la atávica estupidez que manaba, cual torrente al inicio de la primavera, de las fauces de su montaraz cuñado fue el hilo que le permitió retroceder cientos de miles de años en el tiempo y remontarse hasta el escondido carrete del homo antecesor (o como quiera que se llame nuestro común antepasado).  

Algo así tuvo que ser. 

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