El lado oscuro

Turistas alemanes de visita cultural en Atenas

Este fin de semana he pasado unas diez hora viendo, por segunda vez, los diez capítulos de Hermanos de Sangre. Como la ración de segunda guerra mundial no debía ser suficiente además me tragué un reportaje de La 2 sobre los sucesivos intentos de asesinar a Adolf Hitler. Mi opinión personal es que, frente a lo que suele creerse, es bastante probable que el hecho de que esas tentativas no tuvieran éxito acabara resultando positivo desde el punto de vista histórico. Como una afirmación de esa naturaleza, tan contra-intuitiva, requiere una explicación detallada, trataré de ofrecerla a continuación.

Si la guerra no hubiera acabado como acabó, con la derrota total del proyecto bélico y del siniestro programa de exterminio racial de Hitler, sino mucho antes, con un asesinato más o menos prematuro, es muy probable que sus seguidores –que, no nos engañemos, eran multitud- hubieran continuado fantaseando con las (inexistentes) bondades del proyecto político nacionalsocialista y con el (también inexistente) genio militar de su Führer. En esa coyuntura el régimen nazi no sería visto como un proyecto fracasado, como un monumental error histórico y como un acto criminal sin parangón, sino como una tarea inconclusa, con el peligro de que, al correr del tiempo, algún secuaz más o menos dotado hubiera tratado de completarla.

En realidad algo así había sucedido poco antes. Durante el periodo de entreguerras (1918-1939) por Alemania se extendió la leyenda de la llamada “puñalada por la espalda” (Dolchstosslegende), que atribuía la derrota germana en la primera guerra mundial al sabotaje del esfuerzo bélico por parte de algunos elementos infiltrados en el corazón del pueblo alemán. ¿Adivinan quien pensaba Hitler que eran los saboteadores? En efecto, los comunistas (y los izquierdistas en general) y, por supuesto, los judíos.

Semejante patraña (que obviaba el hecho de que nada menos que 12.000 soldados judíos se habían dejado la vida en las trincheras defendiendo a su país, Alemania y de que la derrota militar era ya inevitable en el momento de la firma del armisticio de octubre) llegaría a convertirse en uno de los ejes centrales de la retórica de Hitler: el ejército alemán (en el que él mismo había luchado) no había sido vencido en el campo de batalla sino traicionado por la espalda y había llegado la hora de que los traidores pagaran por sus crímenes. El mito, al ofrecer el chivo expiatorio perfecto, contribuyó a amalgamar a la sociedad alemana y, de paso, permitió eliminar casi por completo cualquier atisbo de crítica o disidencia. Lo que vino después está en los libros de historia y huelga repetirlo aquí.

El hecho de que la guerra se prolongara hasta el final tuvo, por supuesto, un devastador coste de vidas humanas. Pero, considerando lo reacios que parecen ser los pueblos y sus dirigentes a aprender las lecciones de la historia, quizás el hecho de que Hitler acabara suicidándose en un siniestro sótano, humillado y derrotado, en medio de una Alemania devastada constituye un buen antídoto contra quienes en el presente y en el futuro alberguen delirios de supremacía racial y exaltación del belicismo. O así me gustaría creerlo, al menos.

Siempre he pensado que desde las singularidades de los objetos se divisan mejor sus contornos. De todos los episodios de crueldad y barbarie acontecidos a lo largo de la historia, que son muchos, el holocausto es, a mi juicio, el más revelador precisamente por lo que tiene de singular. Por primera vez es una sociedad desarrollada (la Alemania de hace apenas unos años, anteayer en términos históricos) y no una tribu más o menos bárbara, la que asume el propósito de exterminar de forma racional, económica y científica a millones de personas. Con la shoah el sueño del progreso revela una verdad desasosegante: que por muy lejos que lleguemos como civilización nunca estaremos a salvo de extraviarnos, que la insidiosa tentación del mal siempre estará ahí, escondida, al acecho, esperando una oportunidad, una grieta, una excusa. Por eso hace unas decenas de años lo más selecto de la sociedad alemana, esa que se reunía en el Festival de Bayreuth para asistir a las representaciones de las obras de Wagner no tuvo inconveniente en aplaudir con fervor al tirano homicida de Hitler, por eso la sociedad alemana, esa que salía a las calles a ovacionar a su Führer, no tuvo nada que decir mientras los cuerpos de millones de judíos ardían en los Campos de Concentración. Ni la cultura ni la educación fueron, como podría haberse esperado, un antídoto contra la maldad. 

PD. Cuando (algunos) medios alemanes lanzan sus habituales diatribas, con ese tufillo de supremacía racial tan germánico, contra Grecia, Portugal (o España) deberían tener cuidado, porque, a diferencia de lo que ocurre en el caso de bastantes alemanes, es improbable que la mayor parte de los griegos y de los portugueses tengan posado en alguna de las ramas más próximas de su árbol genealógico a un criminal de guerra. Esto, por supuesto, no es políticamente correcto decirlo, pero como comprenderán, a mi eso me importa bien poco. 

PD2. No todos los alemanes, por supuesto, fueron partidarios del nacionalsocialismo. Me viene ahora a la memoria un ejemplo, el del escritor y aristócrata Friedrich Reck-Malleczewen (quien por su desafección al régimen acabaría sus días en el campo de concentración de Dachau), quien dedicaba a Hitler estos laudatorios epítetos:

“Esquizofrénico borracho de poder (…) te he odiado cada hora de mi vida, te odio tanto que daría gustosamente mi vida para que murieras. Me dirigiría gustosamente hacia la perdición y me sumiría en las profundidades si supiera que puedo arrastrarte”.

Y hablaba así de los nazis y, en general, de sus compatriotas alemanes, para referirse justo a lo que yo he tratado de explicar en esta entrada:

"Mi vida en esta ciénaga pronto entrará en su quinto año. Desde hace más de cuarenta y dos meses pienso odio, me acuesto con odio, sueño odio para despertar con odio: me asfixia verme prisionero de una horda de monos perversos, y me devana los sesos el eterno enigma de este mismo pueblo, que hace unos años velaba tan celosamente por sus derechos y que de la noche a la mañana se ha hundido en este letargo, en el que no solo tolera el dominio de los inútiles de ayer, sino que además, para colmo de vergüenza, ya no está en condiciones de percibir como ignominia su propia ignominia..."


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