Cosas que no matan, pero de las que nos morimos un poco




Me gustan las canciones country que hablan de mujeres inteligentes (y por lo tanto, irrevocablemente hermosas) que fuman en bragas y a escondidas en la cocina durante las horas muertas y se marchitan poco a poco en el solar baldío de matrimonios arrasados por las olas de la rutina y la inquebrantable estupidez de unos maridos que si llegaron a serlo es sólo porque querían follar y no se les ocurrió otra forma más original de organizar su vida para conseguirlo; mujeres que sobreviven haciendo un trabajo que está a años luz del que un día soñaron y llevando una vida que a veces ni siquiera les parece la suya -como si fuera un mal sueño del que un día acabarán por despertarse- en cualquier vecindario de clase media de cualquiera de esas ciudades en las que al atardecer, sobre el horizonte, más allá de las chimeneas y del cinturón de autopistas, se divisa una cortina de humo gris rojizo que lo envuelve todo y que va dejando costras de ceniza en las hojas de los plátanos de sombra.

Hay algo dulce en esa espesa tristeza indefinible que sienten los domingos por la tarde, en el páramo cubierto por los restos de la primera nevada del invierno que contemplan a través de la ventana del tren el día en que regresan de enterrar a su madre; en los primeros compases de una de esas canciones que escuchan por casualidad y que les devuelven, como un fogonazo o una revelación, un instante que habían olvidado y que sin embargo fue hermoso; en esas minúsculas sensaciones que algunas veces les aprietan el pecho como un puñado de dedos invisibles en medio de las celebraciones familiares y en todas esas emociones, en fin, de cuya existencia nadie en su sano juicio puede dudar, porque todos hemos conocido alguna vez el filo de sus dientes, pero que ni ellas, ni yo, ni cualquiera de ustedes, podemos enunciar en voz alta, ni siquiera para tratar de exorcizarlas contándonoslas a nosotros mismos, porque todavía no han sido bendecidas con un nombre que las defina y las asfixie.


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