Un deseo para esta Navidad




Nos creemos libres pero esa certeza es hija de la arrogancia. El ser social que ocupa la habitación de nuestro cuerpo está condicionado biológicamente por un millón de hilos invisibles tejidos a lo largo de miles de generaciones para mimetizarse, ser uno más, empatizar con el prójimo, traicionarse, venderse en almoneda, integrarse y, si es preciso -si nuestro ávido instinto de reconocimento, afecto, seguridad u obediencia así nos lo exigen- disolverse como un asmático en la mortecina luz de la sala de espera de un gran hospital en medio de una epidemia de gripe. 

Durante siglos creímos que la cultura y la educación universal serían el antídoto que pondría punto final al infatigable listado de tragedias de nuestra historia, pero el bulevar de los sueños rotos del Holocausto y, más tarde, los experimentos sociales de Milgram y Zimbardo, entre otros muchos, demostraron que no era así: el sagrado mantra de nuestra libertad es una mentira conveniente, una bola de nieve que se disuelve con los primeros rayos de sol del amanecer, una lámpara de Alí Babá escondida dentro de una chistera, la imagen que nos gustaría que el espejo nos devolviera de nosotros mismos para poder ahorrarnos todas esas fotos a contraluz en las que aparecemos nosotros -si nosotros, usted y yo- siendo cobardes, frágiles, infieles, mentirosos, crueles o insensibles. 

Esta Navidad les deseo que no se dejen disolver sin protestar, que no les roben el mes de abril, que piensen por si mismos y no en tontos por ciento, que no se dejen sorprender por las emboscadas de los juicios rápidos y los lugares comunes, que aprendan a identificar, a través del cedazo de las noticias, los minúsculos trocitos de verdad que se cuelan entre las brillantes luces de alta definición. Sólo así, abandonando la comodidad de la senda trazada desoyendo los cantos de cisne, arriando todas las banderas y escuchando con atención cuando todo calla, podremos ser un poco mejores, un poco más justos, un poco más libres. 

Ese propósito, el de nuestra propia liberación, es más revolucionario que todas las revoluciones que la historia ha ensayado, porque la única insurrección que de verdad puede aspirar a transformar al ser humano es la que cada uno de nosotros está condenado a librar consigo mismo en los arrabales de su maltrecho corazón, el único lugar del universo en el que, si lo piensan bien, las leyes que de verdad importan no son las de la física. 

Pero ese es, no les engaño, un trabajo arduo: tanto que una vida entera no alcanzará para completarlo. 




No sabía que la primavera duraba un segundo,
yo quería escribir la canción más hermosa del mundo.
(Joaquín Sabina, La canción más hermosa del mundo)


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