¿Quién vive?



Justo enfrente de la ventana de mi  habitación había un enorme álamo de piel de plata. En verano lo supervisaba todo en silencio con sus ojos invisibles que se alzaban por encima del cañaveral y atravesaban de un tajo el espeso monte de castaños y robles. En otoño, con el primer nordeste, se dejaba mecer suavemente, como si estuviera a punto de ponerse a bailar y así, entre baile y baile, el viento iba peinando sus hojas hasta dejarlo desnudo justo a las puertas del invierno.

Cuando mi padre murió el álamo estaba allí. Y cuando yo me muera el álamo seguirá allí, en pié, impávido y erguido frente al horizonte. Y también seguirá allí cuando todo el mundo haya olvidado mi nombre. Es posible que el álamo lo supiera desde el principio y por eso más de una vez yo tenía la sensación de que me miraba como haciendo una mueca, con la paternal mezcla de condescencia y ternura que nosotros reservamos para las criaturas más frágiles e insignificantes. No lo sé. 

Llegará un día en el que el viejo álamo se convertirá en leña para calentar la lumbre. Y mucho después de que eso haya sucedido, un buen día estas frases aparecerán por casualidad en un soporte digital que ni siquiera soy capaz de imaginar y entonces allí estaremos de nuevo el álamo y yo hermanados por el recuerdo y por un destino común: el de las cosas que un día dejan de ser y acaban convertidas en ceniza. 

En una memorable escena de Blade Runner, justo después del desigual duelo entre Deckard (Harrison Ford) y el replicante Roy Batty (Rutger Hauer), Gaff (Edward James Olmos) un oscuro policía que parece saberlo todo, aparece en la escena y después de devolverle a Deckard su pistola, perdida durante la pelea, pronuncia unas palabras refiriéndose a la replicante Rachel (Sean Young) con la que los espectadores sabemos que Deckard ha iniciado una relación amorosa:

Lástima que ella no pueda vivir, pero ¿quién vive?

Esa es la mayor paradoja de la vida: que no sólo se acaba, sino que, se está acabando siempre, cada minuto, cada segundo, en un lento (y a veces, por desgracia, nada lento) deslizarse cuesta abajo a cuyo destino final nadie puede sustraerse. Esa es la única verdad de toda esta -a ratos tan trágica- comedia: que al final nadie vive. 

Se mire como se mire, las implicaciones de esa abrumadora certeza son tan obvias que me resisto a ofender su inteligencia y a malgastar mi tiempo consignándolas aquí. Ustedes mismos. 




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