Una historia de navidad antes de navidad
Yo nunca he celebrado una comida familiar si por familiar se entiende toda la familia reunida alrededor de la mesa. Nunca quiere decir exactamente eso: nunca. Ni en Navidad. Creo que la última fue la de mi primera comunión y no cuenta porque fue una celebración mañanera y con un montón de gente a la que ni siquiera conocía.
Mis padres se llevaban mal. Y toda mi familia se odiaba recíprocamente sin demasiado disimulo y con una perseverancia digna de una causa mejor. A nosotros, a mi hermano y a mí, nos querían -nos quieren- pero éramos como dos naúfragos que asisten en una isla diminuta a una tempestad en la que el oleajae amenazaba con llevárselo todo por delante a poco que nos descuidáramos.
Las noches de navidad -como cada día- todos cenábamos en la cocina por separado siguiendo un orden tácito e invariable. Primero mi padre, luego mi hermano y yo. Mas tarde mi tío. Luego mi abuela y mi madre. Mi padre era el primero en irse a la cama, antes de las nueve, y luego lo hacían los demás uno a uno. A eso de las once yo me quedaba solo en la cocina viendo los programas especiales de navidad en la tele. Hacía bastante frío y me tenía que poner varios jerseys porqué la cocina de carbón se había muerto y el frío, que acechaba a través de las rendijas de las ventanas de madera, comenzaba a apoderarse ya de toda la casa. Luego me iba a la habitación en la planta de arríba y me quedaba un buen rato, hasta las dos o las tres de la mañana, escuchando música en la radio.
Muchos años más tarde, cuando he intentado averiguar qué efecto ha tenido todo eso sobre mi vida, he descubierto que soy una especie de apátrida familiar. No hay ningún lugar que yo considere mi casa fuera del lugar en el que vivo. La casa en la que crecí sigue allí asomada al borde del río tal y como la recuerdo, pero no la siento como propia, como mía, sino como un lugar húmedo y distante poblado por emociones demasiado complejas y tenues claroscuros que fui capaz de salvar poniendo tierra de por medio.
Esa constatación es, más que cualquier otra cosa, triste. Cuando llega el invierno todos sentimos una sensación de retiro gravitacional que nos invita, de forma casi instintiva, a refugiarnos en algún lugar en el que nos sentimos seguros y protegidos. Un lugar en el que pasar las largas noches al abrigo de aquellos que nos quieren, rodeados de los olores y de los sabores con los que crecimos. Un lugar sin secretos, en el que podemos abandonar todas las corazas y dejarnos caer junto al fuego, mientras contemplamos las gotas de lluvia que caen al otro lado de la ventana.
Yo escucho esa llamada distante que año tras año me conduce al norte, a mi tierra. Pero luego, al poco de llegar experimento, con la misma fuerza, la sensación contradictoria de que ese no es mi lugar y de que quizá nunca lo fue. Por eso la última noche, cuando me despido de lo que queda de mi familia para regresar a casa, con frecuencia tengo que parar el coche en una gasolinera y allí, a oscuras, sin que nadie me vea, me quedo llorando un buen rato como un niño pequeño, soltando lágrimas gruesas como puños.
Ni siquiera sé exactamente porqué en ese instante ocurre eso. Supongo que porqué me habría gustado que muchas cosas fueran completamente distintas y cada vez que regreso tengo que enfrentarme a la evidencia de que durante mucho tiempo, durante todos aquellos largos años de mi infancia, no llegaron a serlo de ninguna manera.
Sea como sea, crecer consiste, entre otras muchas cosas igual de complicadas, en aceptar que hay hilos que se nos quiebran entre las manos y que no acertaremos a reconstruir jamás. Por eso, escuchando las voces de la radio para matar el silencio durante los setecientos kilómetros del camino de vuelta, regreso a casa y celebro, un año más, la Navidad que llega como si fuera la última. Como de verdad me gustaría que hubiera sido siempre: con todos reunidos alrededor de la mesa, besos a raudales, música, árbol de navidad y luces brillantes.
Recordando que la vida reparte cartas. Pero sin olvidar que, al fin y al cabo, somos nosotros los que las jugamos.
PD. Veinte años después, siempre que llego a casa, especialmente si no hay nadie, lo primero que hago -sin quitarme ni el abrigo- es poner la televisión o la radio (o las dos cosas).
Mis padres se llevaban mal. Y toda mi familia se odiaba recíprocamente sin demasiado disimulo y con una perseverancia digna de una causa mejor. A nosotros, a mi hermano y a mí, nos querían -nos quieren- pero éramos como dos naúfragos que asisten en una isla diminuta a una tempestad en la que el oleajae amenazaba con llevárselo todo por delante a poco que nos descuidáramos.
Las noches de navidad -como cada día- todos cenábamos en la cocina por separado siguiendo un orden tácito e invariable. Primero mi padre, luego mi hermano y yo. Mas tarde mi tío. Luego mi abuela y mi madre. Mi padre era el primero en irse a la cama, antes de las nueve, y luego lo hacían los demás uno a uno. A eso de las once yo me quedaba solo en la cocina viendo los programas especiales de navidad en la tele. Hacía bastante frío y me tenía que poner varios jerseys porqué la cocina de carbón se había muerto y el frío, que acechaba a través de las rendijas de las ventanas de madera, comenzaba a apoderarse ya de toda la casa. Luego me iba a la habitación en la planta de arríba y me quedaba un buen rato, hasta las dos o las tres de la mañana, escuchando música en la radio.
Muchos años más tarde, cuando he intentado averiguar qué efecto ha tenido todo eso sobre mi vida, he descubierto que soy una especie de apátrida familiar. No hay ningún lugar que yo considere mi casa fuera del lugar en el que vivo. La casa en la que crecí sigue allí asomada al borde del río tal y como la recuerdo, pero no la siento como propia, como mía, sino como un lugar húmedo y distante poblado por emociones demasiado complejas y tenues claroscuros que fui capaz de salvar poniendo tierra de por medio.
Esa constatación es, más que cualquier otra cosa, triste. Cuando llega el invierno todos sentimos una sensación de retiro gravitacional que nos invita, de forma casi instintiva, a refugiarnos en algún lugar en el que nos sentimos seguros y protegidos. Un lugar en el que pasar las largas noches al abrigo de aquellos que nos quieren, rodeados de los olores y de los sabores con los que crecimos. Un lugar sin secretos, en el que podemos abandonar todas las corazas y dejarnos caer junto al fuego, mientras contemplamos las gotas de lluvia que caen al otro lado de la ventana.
Yo escucho esa llamada distante que año tras año me conduce al norte, a mi tierra. Pero luego, al poco de llegar experimento, con la misma fuerza, la sensación contradictoria de que ese no es mi lugar y de que quizá nunca lo fue. Por eso la última noche, cuando me despido de lo que queda de mi familia para regresar a casa, con frecuencia tengo que parar el coche en una gasolinera y allí, a oscuras, sin que nadie me vea, me quedo llorando un buen rato como un niño pequeño, soltando lágrimas gruesas como puños.
Ni siquiera sé exactamente porqué en ese instante ocurre eso. Supongo que porqué me habría gustado que muchas cosas fueran completamente distintas y cada vez que regreso tengo que enfrentarme a la evidencia de que durante mucho tiempo, durante todos aquellos largos años de mi infancia, no llegaron a serlo de ninguna manera.
Sea como sea, crecer consiste, entre otras muchas cosas igual de complicadas, en aceptar que hay hilos que se nos quiebran entre las manos y que no acertaremos a reconstruir jamás. Por eso, escuchando las voces de la radio para matar el silencio durante los setecientos kilómetros del camino de vuelta, regreso a casa y celebro, un año más, la Navidad que llega como si fuera la última. Como de verdad me gustaría que hubiera sido siempre: con todos reunidos alrededor de la mesa, besos a raudales, música, árbol de navidad y luces brillantes.
Recordando que la vida reparte cartas. Pero sin olvidar que, al fin y al cabo, somos nosotros los que las jugamos.
PD. Veinte años después, siempre que llego a casa, especialmente si no hay nadie, lo primero que hago -sin quitarme ni el abrigo- es poner la televisión o la radio (o las dos cosas).
No sabes la de veces que yo me he marchado llorando y diciendo que no vuelvo más, porque mi familia es altamente disfuncional. Un beso muy grande y ya sabes a tirar de la familia escogida.BQC
ResponderEliminarEmocionante, muy emocionante.
ResponderEliminarUn beso enorme.
Feliz navidad, o mejor ... Feliz Vida...
ResponderEliminargerard
Feliz Vida, amigo...
ResponderEliminargerard
Yo vivo a dos calles de la casa en la que me crié. Una planta baja con patio, que a los pocos años de morir mis padres, la vendimos. Ahora, cuando paseo con mis perros y atravieso esa calle, a veces.. pocas.. la miro como con nostalgia, pero pronto aparto cualquier sentimiento de melancolía y tristeza y sigo con mi paseo. Ni tan siquiera tengo echadas raices en la casa donde vivo ahora. Siempre sentí que era bueno no tener arraigos/apegos, sino estar donde en realidad quieres estar. Ahora, aquí, hoy.. es lo único que me importa.
ResponderEliminarNo sé si estoy desnaturalizada, quizá porque yo también provengo de una familia no al uso (podría llamarla desestructurada), pero me importan poco las reuniones familiares, ni las fechas señaladas y sólo en navidades flaqueo un poco, cuando me bombardean con mensajes en forma de anuncios, marcas, películas, regalos, consumo, villancicos, adornos, muerte, frío, nieve, familia, solidaridad, amor, paz e hipocresía.
Sé cómo te sientes. Como si no pertenecieses a ninguna parte, sabiendo que es tan lindo como frustrante recordar lo que viviste y preguntarte qué fue de aquél chico ahora.
Un beso, Alf
La Navidad, nos la lanzan encima y si...¡¡¡la inercia, la costumbre, las obligaciones nos dicen los pasos a seguir, luego llegan la tristeza porque no tenemos como en esas peliculas de domingo por la tarde en el sofa con mantita, esa casa llena de gentes, de regalos , de felicidad, tendemos a taparnos con esa manta la cabeza, dejar pasar los dias y rechazarlos..yo hace ya algun tiempo k hago como en un traje a medida, mi navidad, quizas no tenga lo k me gustaria, pero si k valoro lo k tengo.y siiiiiiiiii, mi hijo adorna el arbol, pongo postales por la casa, hago mi pavo y sin nada k oprima mi pecho, y aunque no tenga las personas k un dia me rodeaban por diferentes razones..si k tengo mi arbol, mis luces, mi pavo, mis hijos y ese calor de hogar k yo he fabricado, y con mi sonrisa intento k ilumine las luces k puedan faltar...solo eso. feliz Navidad compartida. Joana, http://www.youtube.com/watch?v=FNGGhuKd7eo
ResponderEliminar