Ahora que la gente nos apunta con el dedo...



Al español medio, abotargado con los dimes y diretes de las pelea política de baja estofa y atosigado por las apremiantes noticias de la crisis, se le escapa, me temo, el meollo del asunto: que a lo largo de estos años se ha ido perfilando una casta política que, en vez de aplicarse a lo que debía,  la gestión eficiente de lo público, ha consagrado sus escasas luces al derroche oportunista de recursos y, acaso más que a ninguna otra cosa, al diseño de mecanismos de trinque y autopreservación.

Por eso diputados y senadores, cuando cesan en el cargo reciben indemnizaciones diversas por importe de decenas de miles de euros. Por eso los eurodiputados viven como virreyes coloniales. Por eso los concejales de muchos ayuntamientos cobran una morterada en dietas. Por eso hay gerentes y oscuros jefecillos de empresas municipales que cobran más que el Presidente del Gobierno. Por eso los responsables de las cajas -nombrados digitalmente por los próceres políticos locales, que se han servido de ellas como banco privado- han cometido incontables desafueros con el dinero de todos.

Porque primero están ellos y luego, sus parientes, amigos, conocidos y saludados. Y claro, no hay pan para tanto chorizo.

La democracia representativa no puede ponerse en cuestión como institución: pero puede ser objeto de crítica y desde luego debe mejorarse. Y es obvio que toda generalización acarrea incontables injusticias. Pero un análisis elemental de la realidad evidencia que han existido y existen todavía demasiados comportamientos deshonestos y, lo que es más grave, incontables prebendas que, curiosamente, siempre favorecen a los que tienen la facultad de producir leyes, reglamentos y ordenanzas municipales.

Por eso resulta curioso que, cuando llega la crisis, a coro y con el aplauso casi unánime de la masa aborregada, toda esa panda de indocumentados, advenedizos y campeones del desbarajuste que sestea, sin distinción de colores, en todos los partidos políticos, parezca por una vez de acuerdo en que el culpable de todo, el causante de todos los males, es el funcionario, al que se le baja el sueldo y se le amenaza con incontables penurias y castigos por no se sabe qué oscuro pecado original del que, haga lo que haga, parece que nunca llega a redimirse.

A mi, como empleado público, hay muchas cosas de la función pública que me parecen mejorables. Para empezar, creo, que un tercio de los funcionarios deberían estar en un psiquiátrico y no precisamente de visita. Pero castigar arbitrariamente al resto, a los que trabajan cojonudamente, que son muchos y muy válidos, resulta doblemente injusto: porque quienes les castigan no les llegan, en competencia profesional, ni a la suela de los zapatos y porque, además de hacer el trabajo de aquellos compañeros que no lo hacen, han de afrontar el escarnio público como si fueran delincuentes.

El funcionario competente, que se ha ganado su oposición en buena lid, ha de lidiar con la incompetencia general de sus jefes políticos, auténticos campeones del desbarajuste preocupados por todo tipo de estupideces sonrojantes y, por si eso fuera poco, con la incomprensión de un público que, con una mezcla de envidia roñosa y odio visceral, vive obsesionado con que le amputen un brazo aunque no haya nadie que pueda beneficiarse del trasplante.

A estas alturas ni siquiera me concedo el lujo de agobiarme con el asunto: me limito a contemplarlo con cierta distancia irónica y, de cuando en cuando, pierdo un rato reseñándolo más divertido que estupefacto.

Hace mucho tiempo que he asumido que la sociedad está repleta de idiotas y, cuanto mayor me hago, más consciente soy de que mi único error en este asunto ha sido subestimar severamente su porcentaje.

PD. Desde esta modesta ventana dedico a todos los líderes políticos y sus advenedizos mamporreros y vicarios que ahora proyectan su unívoco ojo sobre nosotros, con el mejor y más sereno de mis desprecios, un solemne corte de mangas. Va por vosotros, mangantes.

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