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Si el ínclito coronel Tejero apareciera mañana, pistola en mano, en el Parlament acompañado de dos o trescientos números del cuerpo de la Guardia Civil presto a desballestar la Autonomía de Cataluña y su proyecto independentista puede que el resultado de la intentona golpista fuera incierto, pero de lo que no parece haber ni la menor duda es de que al abandonar el Parlament el coronel saldría sin billetera, porque alguno de los Pujol se la pisparía y acto seguido la deportaría a Andorra, que ya se sabe que la cabra tira al monte (al col de Ordino, en concreto). No deja de ser curioso, por otra parte, que para el Estado lo de Tejero sería, en tal caso, un golpe autonómico y para los de Esquerra, en cambio, un golpe de Estado, paradoja que nos recuerda, una vez más, que todo es del color del cristal con que se mira. 

Cospedal me produce un miedo creciente y a estas alturas ya no aspiro tanto a que algún correligionario se arme de valor y le sugiera que deje de decir bobadas, como a que algún cura párroco amante de las causas perdidas se anime a practicarle un exorcismo, más que nada para ver si así se serena y deja de echar espuma por las comisuras de la boca cada tres por cuatro. Ahora le ha dado por decir que los de los escraches son como los nazis, comparación que me hace pensar que, o bien tiene una idea bastante errada de cuál era la rutina diaria de un campo de concentración, cosa que no sería propia de una mujer de su inteligencia, o que, alternativamente, ha alcanzado ese curioso estado de embriaguez política en el que uno suelta por la boca lo primero que se le ocurre y se queda tan ancho, como si en vez de haber parido una chorrada vergonzante y lastimosa creyera haber alumbrado una nueva ley de la termodinámica. 

El nuevo papa dice que quiere una iglesia pobre. Es curioso porque yo siempre he tenido la sensación de que el dinero lubricaba las puertas del cielo, pero en esto, como en todo lo demás, debo de andar errado porque hace años que no frecuento la santa misa (en minúsculas porque se trata de un subgénero de la ciencia ficción) y a lo mejor ahora las cosas son diferentes. En mi pueblo, cuando yo era chico, los ricos se sentaban en la parte de adelante de la iglesia y hasta tenían banco propio, mientras que la plebe se apelotonaba a pié firme en la parte de atrás soportando el relente de la puerta entreabierta. Mi abuelo, que era un cachondo, me decía que como aquellos hijos de puta tenían tantos pecados que hacerse perdonar les convenía ir tomando posiciones, imagen que, por cierto, siempre me vuelve a la memoria cuando veo asomar el descomunal cabezón de Fernando Alonso en la parrilla de salida de un gran premio de Formula 1.

La gente se manifiesta para que a los de las participaciones preferentes les reembolsen el dinero, noble y errada causa que compendia bastante bien el peculiar funcionamiento de la mente del español medio: unos señores pierden su dinero al invertir en un determinado producto financiero o pseudofinanciero que resulta fallido (preferentes, sellos, madera) y, como la entidad financiera está en las últimas y no puede hacer frente a sus responsabilidades, es el Estado (es decir, todos) el que ha de pagar la factura entre los aplausos de las masas enfervorecidas. Con lo que, al final, el individuo averso al riesgo, que se conformó con una modesta remuneración en su cuenta corriente, acaba pagando la cuenta del que quiso ser más listo que él invirtiendo en preferentes. Estupendo. Ya se que ahora se alega que los que compraron preferentes, pobrecillos, lo hicieron engañados y sin saber ni cómo ni porqué, pero a mi, que quieren que les diga, hay algo que me escama en tanta ignorancia sobrevenida.

Lo malo de todo esto es que nadie tiene ni idea de cómo acabará. No lo saben los de la Troika, no lo sabe Montoro, no lo sabemos nosotros y menos lo saben todavía los que ponen cara de saberlo que, por cierto, son los mismos que también la ponían hace unos cuantos años y pronosticaban todo tipo de chorradas que la realidad y la crisis han ido desmintiendo una por una. Confío en que no haya una revolución o, al menos, en que si la hay no sea cruenta, que estas cosas las carga el diablo. Lo que si sería menester es resetear a nuestra clase política, porque lo que no es de recibo y no tiene ni medio pase de pecho es que los que ahora nos administran el ricino con la excusa de sanarnos sean los mismos que antaño fueron promotores y/o colaboradores necesarios en todos los desastres que causaron nuestra enfermedad. Y, más que nada, confío en que la crisis ayude a despertar el adormecido espíritu crítico del español medio, cosa que, en el improbable caso de que llegara a suceder, haría que todo lo que está pasando hubiera merecido la pena.

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