De imputaciones y otros fuegos no siempre de artificio

Aquí, con mis cosicas

Ya estoy de vuelta de vacaciones, a tiempo de ver como el juez Castro imputa a la infanta Cristina como cooperadora necesaria en las múltiples trapichuelas lucrativas de su marido, como por otra parte era de esperar por cualquiera que tuviera más de dos dedos de frente. De ver como la imputa o, al menos, de ver como lo intenta, porque no parece que los numerosos y tentaculares poderes fácticos de este nuestro malhadado país estén dispuestos a dejarle perseverar en ese propósito por mucho tiempo. Con todo hay que ser optimista: esa imputación, aunque al final no llegue a prosperar, es una muestra de que los tiempos avanzan por mucho que ese avance sea siempre demasiado moroso y hasta desesperante, porque, si se lo paran a pensar amigos, tal cosa hubiera sido imposible en cualquier otro momento de la historia.

A escala planetaria, el orondo líder comunista de Corea del Norte amenaza estos días con empezar una guerra nuclear nada menos que con Estados Unidos, que viene a ser como montar un equipo de fútbol en la comunidad de vecinos y desafiar, como primera providencia, a la selección de Brasil. A mi el muchacho este, que quieren que les diga, me tiene el corazón robado. Da gusto verle ahí en los telediarios, con un palito en la mano que parece la antena de radio que alguien sustrajo en 1978 del Seat 124 de mi tío Ismael, señalando cosas en los mapas, dirigiendo a las tropas hacia algún difuso punto del horizonte o asentando pollos de engorde con esa rostro suyo tan característico, siempre desbordante de agudeza y lucidez, rostro que, por cierto, algunos enemigos del pueblo, viles traidores de lengua bífida, perros sarnosos sin escrúpulos vendidos al capitalismo, afirman que evoca más de lo que sería menester al de un adicto a la panceta que ha ingerido tres raciones de fabada en pleno agosto y está a puntito de reventar y ponerlo todo perdido.

Ikea ha retirado en Bélgica sus lasañas de carne de alce porque, al parecer, en realidad eran de carne de cerdo. También ha retirado sus albóndigas de ternera porque no eran de ternera sino de ternera y caballo y, según parece, en sus pasteles de chocolate hay evidencias de no sé qué bacterias nada tranquilizantes. Me permito sugerirles que, para evitar problemas: a) se limiten a decir que sus productos son de "carne de algo" y, b) que fabriquen las tartas y los muebles de baño con máquinas diferentes. Por cierto, ¿quién carajo come lasaña de alce?

Paul Preston publica ahora un libro en el que relata los episodios más oscuros de la vida política de Santiago Carrillo. A mi la sonrisita del susodicho no me engañó ni por un segundo: se veía a la legua que tenía esos ojos insidiosos tan propios de los dogmáticos, esos individuos a los que es mejor no acercarse porque están dispuestos a abrirse paso a dentelladas en tus carnes. A Carrillo el socialismo les pareció poca cosa y por eso se adentró en la senda del comunismo y como éste también le resultó demasiado light, adoptó con los brazos abiertos la fe estalinista, que brillaba con el fulgor característico de esas certezas universales y redistributivas que tanto atraen la atención de los hombres y que aunque un día parecen hermosas y hasta una buena idea, siempre acaban con unos cuantos decidiéndolo todo por todos los demás y con los demás, que son casi todos, muertos de hambre. De todas formas esa intuición no tiene mérito porque ya había leído a Jorge Semprún, quién decía de Carrillo que tenía la característica mentalidad conspiranoíca y paranoíde de todos los estalinistas, que intuyen un enemigo detrás de cualquier discrepancia, de cualquier adhesión que no sea lo bastante inquebrantable o de cualquiera que piense por cuenta propia. 

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