Una declaración formal para recibir al verano




A ratos uno no puede dejar de contemplar, entre cansado y abatido, como este país nuestro, cuyo nombre se desparramó un día a fuerza de orgullo y de no poca sangre por todos los confines de los mapas, se ha ido convirtiendo en un aciago reino de tristes prodigios en el que lo inverosímil es ya casi rutina: infantas malabaristas, tesoreros que multiplican el dinero y hacen volar los sobres, beneficiarios de subvenciones no natos, aeropuertos de uso peatonal e indemnizaciones diferidas y simuladas. 

El caso es que los ladrones fondean en nuestros bolsillos como si tal cosa y la clase media, que no encuentra ningún puerto seguro en el que guarecerse del temporal, naufraga un poco cada día mientras intenta, como los antiguos hidalgos, compensar con un precario excedente de dignidad el hecho cada vez más evidente de que ya no llega a fin de mes ni doctorándose en aritmética. Por si eso fuera poco, este año el verano se ha hecho esperar y hasta esta semana no hemos tenido ni el modesto consuelo de un tibio sol al que arrimarnos, como si el invierno de la crisis también hubiera tomado posesión del dominio de los hombres del tiempo y hasta la naturaleza hubiera acabado por aborrecer nuestros pecados.

Vivo en un país del que nadie espera nada, como si el camino acabara aquí, como si no hubiera más canciones ni más sueños, como si todo hubiera pasado hace tiempo y el viento se hubiera llevado volando hasta el nombre de las cosas. Pero no puedo fingir por más tiempo que eso me importa demasiado, porque no es verdad: la crisis no es el final de nada, todo sigue de una forma u otra y, además, aunque no siguiera daría igual. Lo único que quiero es que estés bien y que sonrías como tú sabes hacerlo y si para eso fuera preciso que el mundo reventara yo mismo lo abriría en canal con el cuchillo de mango azul de mi padre, le sacaría una a una las vísceras y las alzaría en tu nombre por encima de los hocicos de las bestias.

Todo lo demás es literatura. Esto no. 

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