Un día acabarás cruzando el puente




He estado mes y medio sin publicar ninguna entrada en el blog y esa ausencia, hija, como no podía ser de otra forma tratándose de mi,  de la casualidad y no de la premeditación, me ha permitido reflexionar (en la medida de mis posibilidades que nadie ignora que no son muchas) sobre el sentido del acto de escribir estas palabras que ahora tienes frente a ti lector, las mismas que cada noche el viento de internet arrastra a través de los cables submarinos que atraviesan el fondo oceánico, para que niños y adultos de todo el mundo puedan bailar el Gagnam Style y aficionarse a la indudable quintaesencia de internet: el porno gratis.
 
Escribo, hay que reconocerlo, para sumar lo que la vida me va restando, para salir de sitios a los que no sé como he llegado y para ir a dónde quizás no debiera ir, para que la vida afloje un poco la soga, para que las palabras brillen durante un instante antes de sumergirse en el agua, para que se calle ese viento del demonio y dejen de ladrar los perros, para llenarme de pájaros la cabeza, para recordarme que estoy solo y que nunca acabo de estarlo, para rendir cuentas con el pasado, para soportar una derrota que viaja conmigo y que no tiene nombre, para saciar la sed con algo que promete ser agua, para vivir otras vidas mientras los demás duermen.

Y, también, porque he acabado aprendiendo que la escritura es como esa mujer taciturna que cada día, en cuanto oscurece, se sienta en la cocina y recorre con su dedo pulgar el filo de un cuchillo choricero mientras mira de reojo el cuello de su esposo.

Algo que una noche, tarde o temprano, no podrás evitar.

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