Viajes

 
 
Alguien dijo una vez que, en realidad, todos los viajes y no solo los de las películas de ciencia-ficción, son espaciales. La frase es llamativa pero no resulta demasiado difícil de refutar: dos personas que comparten cama pueden llegar a encontrarse a una distancia casi infinita sin moverse del sitio. Al principio ese viaje resulta relativamente económico porque no precisa un gran despliegue de medios: sólo hay que quedarse ahí y esperar hasta que la rutina obre el milagro. Más tarde, cuando aparecen los abogados, es fácil que el asunto acabe por complicarse.
 
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Seguro que tu también has tenido una novia así. Te dice que te adora pero al rato, sin venir a cuento, ya no te quiere, se ríe en voz alta y se acaricia el pelo como si estuviera a punto de salir por la tele, sale corriendo como si fuera a llegar tardísimo a algún sitio y, cuando por fin parece que se ha marchado definitivamente,  regresa y se aferra a tu hombro con los ojos llenos de lágrimas. Ojalá algún meteorólogo te hubiera advertido a tiempo de que su amor, como las peores tormentas, llega en silencio, se cierne sobre ti con alas de plata y abre una herida que nunca se cura del todo.
 
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En nuestro fatigoso tránsito por este mundo padecemos religiones, gobiernos, infecciones sexuales y otras calamidades más o menos naturales, pero nada de eso, nada de lo que sale en los telediarios y es noticia de primera plana, ninguna cosa, es tan real como el hecho de que algún día, más pronto que tarde, tú también acabarás como yo, mirando fijamente el techo de una habitación de hotel, escuchando el distante ladrido de un perro y preguntándote cómo carajo has llegado hasta ahí.
 
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Debía ser por septiembre. Llovió tanto que no se veía la otra orilla del río. Mi hermano y yo, que debíamos tener ocho o nueve años, descubrimos que el bebedero de plástico de las vacas flotaba, así que le dimos la vuelta y nos metimos dentro para iniciarnos en el arte de la navegación fluvial, sin reparar en que la corriente nos acabaría llevando bastante lejos, al otro lado de los cañaverales. Mi padre y mi tío nos estuvieron buscando durante un buen rato y cuando nos encontraron nos hicieron jurar, bajo severas amenazas, que nunca volveríamos a hacer una estupidez así. Yo procuraba poner cara de arrepentimiento, pero mi madre me miraba fijamente y no parecía nada convencida. Han pasado más de treinta años y he de reconocer que tenía razón.
 
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De niño solía pasear por el cementerio de paredes encaladas de mi pueblo recitando en voz alta los nombres y los elocuentes apellidos de los muertos. No se trataba, por supuesto, de un acto de profanación de la memoria de mis convecinos ya fallecidos; sino de una evidencia de que, a esa edad, la muerte, como concepto, no significaba nada para mi. Unos años más tarde al pensar en la muerte empecé a imaginarla, a saber porqué, con el rostro de una anciana que aguarda en un anden vacío la llegada de un viajero. Al correr de los años he retenido esa imagen y, a medida que las cosas se desgastan y se van cubriendo de polvo, comienzo a intuir quién es en realidad ese viajero.
 
 

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