Tres canciones


Habíamos aparcado casi en lo más alto, en el mirador que sigue a la última curva y desde allí contemplábamos las luces de la ciudad que ascendían a través del espeso vaho de la noche. Tú me dijiste algo que ahora no recuerdo pero que me hizo sonreír. Luego nos besamos. Mientras lo hacíamos yo te miraba y no podía dejar de pensar en el inquietante color azul de tus ojos, tan profundos e imposibles de vadear. Han pasado más de diez años y aunque nunca volvimos a vernos, cada vez que tomo esa curva pienso en ti, en cómo han ido las cosas desde entonces y en la extraña forma que tiene la vida de ir dándonos y quitándonos cosas, como un niño que juega a ser dios con pequeñas figuras de cera que patalean y protestan porque no acaban de resignarse a sus arbitrarios designios. 



Desde que te vi supe que estabas construida con la minúscula precisión de un oficial de orfebrería y con el afilado veneno del que están hechos los amores en los que uno acabará dejándose la piel a tiras. Lo intentamos muchas veces, pero en cuanto nos descuidábamos uno de los dos hacía lo imposible por sacarle los ojos al otro, así que no nos quedó mas remedio que autoimponernos una orden de alejamiento que, por lo demás, los dos nos saltábamos en cuanto la última pelea empezaba a remansarse. Pero no había nada que hacer. Nos amábamos a pesar de las lágrimas y de las cicatrices. Y aunque ambos sabíamos que aquello un día acabaría por matarnos, en cuanto nos alejábamos se nos abría, en un lugar impreciso del estómago o de las tripas, un vacío que nos arrastraba con la desesperada fuerza de las peores tormentas, aquellas en las que hasta los marineros más experimentados se resignan a naufragar. 



Nunca me lo dijiste, pero en el fondo estabas convencido de que yo no era lo bastante buena para ti. Ahora ya no importa, pero sé que en cuanto te alejabas un poco, lo bastante como para ver las cosas con algo de perspectiva, no podías evitar pensar que estar conmigo era, en cierto sentido, una derrota, un paso atrás, una forma de volver al lugar oscuro del que de alguna forma intentabas escapar. Que yo te desordenaba y que acabaría echando a perder todo lo que tan lenta y cuidadosamente habías ido construyendo. Tenías miedo. Quizás los demás no lo notaban, pero yo lo sabía. Y tú, que eras muy listo, sabías que yo lo sabía y eso te resultaba imposible de aceptar, así que desde el principio, aunque ninguno de los dos se atreviera a decirlo en voz alta, estábamos condenados. Lo más curioso es que ni siquiera ahora, tanto tiempo después, cuando me llamas medio borracho para decirme que me amas y que jamás me has olvidado, tienes la menor idea de que fuiste tú el que hizo que todo acabara de la forma en que acabó.  

Comentarios