Vendedoras de enciclopedias


 

A lo largo de mi vida, desde muy niño, he sentido un desprecio instintivo y muy mal disimulado por la hipocresía y la altanería que me ha proporcionado grandes momentos de diversión y, también, algún que otro lío. Pero mentiría si digo que me arrepiento. No lo hago ni por un instante.
 
Recuerdo que yo debía tener unos diez años cuando apareció en casa una vendedora de enciclopedias, muy rubia y muy bien maqueada y que unos años después casi seguro que me habría parecido hasta guapa, pero que en cuanto abrió la boca empezó a dar muestras de confundir la humildad de mis padres con la estupidez. Lo diré de forma resumida: les hablaba como si fueran dos cretinos.
 
Hacía unos meses otro vendedor les había endosado una enciclopedia de doce tomos -que yo leía una y otra vez como si la hubiera robado y tuviera que devolverla-. Por eso en cuanto eché un vistazo a la que aquella muchacha intentaba colocarnos me di cuenta de que era igual a la otra pero con tapas rojas.
 
Se lo dije a la vendedora y, ella, mirándome con un odio creciente, me dijo que de eso nada. Y a continuación, ya sin mirarme, continuó con su discurso dirigido a convencer a mis padres de las ventajas pedagógicas de aquella magnífica obra que iba a cambiar el curso de la vida de sus hijos (por su tono de voz daba a entender que el curso de la mía necesitaba bastante corrección).
 
Yo, que de pedagogía no tenía ni idea, pero que siempre he tenido memoria fotográfica, subí las escaleras y volví a bajarlas con dos tomos bajo el brazo que pesaban casi más que yo. Los abrí por la página correspondiente y pronto fue evidente para todos que las dos enciclopedias eran exactamente iguales. Como dos gotas de agua. Salvo las tapas, claro.
 
Tengo que decir que la vendedora en cuestión no reaccionó ante aquella evidencia con la deportividad que sería esperable de alguien que seguramente ha pateado mucho mundo. Empezó a decir algo así como que la ignorancia nos impedía ver las diferencias entre ambas obras y no se qué otras lindezas, pero esta vez si me miraba mientras lo decía y no era precisamente con amor paternofilial. Yo, para que no se sintiera mal, le sonreía mostrando mis dientes de leche recién puestos aunque, con la perspectiva que me da el tiempo, intuyo que mi sonrisa tampoco la ayudaba mucho a serenar su discurso.
 
Salió por la puerta diciendo que yo era una criatura deslenguada (cosa que era verdad) y que iba a acabar muy mal (se ve que también era futuróloga), cruzó la calle, se subió a su coche rojo y desapareció para siempre. Pero antes de que se fuera me di cuenta de que el que iba al volante era el vendedor de enciclopedias de la otra vez. Casualidades de la vida. O no. Ya ven.

PD. No faltará algún gañán que dirá que la ilustración de la entrada no viene a cuento. Para evitar semejante insidia he subrayado la más que evidente relación con un sutil círculo rojo. Hay gente muy mal pensada, ya lo saben.
 

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