Escucho la noche
El sueño llega otra vez con retraso. Acostado en la cama, en penumbra, sientes el peso del universo sobre tu cuerpo. Tus ojos están fijos en un techo que apenas presientes y eres consciente de que la inmovilidad de tus piernas no se corresponde con el desgaste físico. Las sombras se entrelazan y juegan para confundirte. La luz de una farola se cuela por la ventana como una culebra y trae consigo el rastro de todas las cosas que habitan al otro lado de la realidad, palpitando y tratando de llamar tu atención. El coche que frena en el cruce de la avenida, los vecinos que discuten a tres paredes de distancia o -con menos frecuencia- las parejas que se aman ardorosamente en ausencia del marido, un perro medio ciego que le ladra a su propia sombra y las vigas de madera que se acomodan de puro fatigadas de su rutina. Escuchas tu respiración y ese viejo latido dentro de tu pecho y te felicitas de estar vivo un poco más, de que tus pulmones sigan hinchándose, de que tus labios se abran y de que tus ojos no se hayan secado. La mañana está lejos y ahora mismo todas sus seducciones y sus laberintos parecen una emboscada que alguien prepara minuciosamente para ti lejos, muy lejos, a mil leguas de distancia.
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