Hasta el infinito y más allá


Esta historia acontece en un país lejano, muy lejano, regado por las fértiles aguas del río Panj y desde cuyas murallas se divisa en los días despejados la sombra de las primeras estribaciones montañosas de la cordillera del Pamir. Un país gobernado por un general pequeñito, bigotudo y bracicorto, menguado de entendederas e inquietantemente propenso a homicidar correligionarios, poetas y enemigos políticos de toda laya. El generalito, con su cara de asno estreñido, se pudrió en la cama dejando apalabrado como heredero a un sujeto la mar de campechano, aunque con el tiempo más de uno empezó a sospechar, con evidente falta de juicio y poco criterio, que eso de campechano bien podía ser sinónimo de putero y borrachín. En ese país la derecha y la izquierda se alternaban en el gobierno, pero sus diferencias eran más impostadas que reales, porque lo que les unía de verdad era su deseo de medrar vertiendo el dinero del contribuyente en su propio bolsillo: los unos con la cara dura del que está convencido de que el Estado es suyo por derecho natural y que, por eso mismo, lo utiliza como quiere y los otros con el maleable discurso del oportunista que tiene sus principios morales en la UVI de puro abandono, pero que todavía los agita con la esperanza de que el aire electoral les insufle un poco de oxígeno. Para que no faltaran oportunidades de negocio el poder se repartió entre varios entes territoriales que -como cualquier psicólogo social hubiera predicho- utilizaron su autonomía política para ir ahondando en sus diferencias (linguísticas, históricas, reales o imaginarias) y para reclamar, sobre la base de esas diferencias y de supuestos agravios identitarios o financieros, un estatus mejor. Como se trata de un proceso escalar que, al contrario de lo que algunos incautos creen, nunca se puede saciar con nuevas concesiones, con el tiempo algunos de esos entes territoriales dieron un paso más y reclamaron convertirse en Estado, entre los aplausos de la masa enfervorecida, que, como la historia se ha hartado de evidenciar, siempre saca a relucir lo más bajuno y estúpido de la condición humana. Y cuando hablamos de la condición humana el límite de la estupidez, amigos míos, está en el infinito y más allá, como diría nuestro amigo Buzz Lightyear.


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