Todos somos lobos (y ovejas) a tiempo parcial



Lo que llamamos vida es un relato, nuestro propio relato, el que nos contamos a nosotros mismos de las cosas que nos han ido ocurriendo y de las razones por las que han ocurrido de esa manera en particular y no de cualquier otra. Construirlo nos ofrece una precaria seguridad a la que, sin embargo, todos somos adictos: de alguna forma nos hemos convencido a nosotros mismos de que si sabemos por qué pasó lo que nos pasó podremos evitar que vuelva a sucedernos o de que, como mínimo, si se repite podremos, a la luz de la experiencia adquirida, anticipar sus consecuencias y ponernos a salvo.

Pero la vida no funciona de esa manera porque, en realidad, lo ignoramos todo acerca de los móviles profundos de la conducta humana y ese desconocimiento es aún mayor y más descorazonador cuando se trata de nosotros mismos, así que en nuestro relato de los hechos, de lo que hemos vivido, hay, inevitablemente, una buena dosis de autojustificación e impostura, porque nadie quiere aparecer como responsable de sus propios errores, tropiezos y fracasos ante el tribunal de uno mismo, que es el único que ni olvida ni perdona y el único cuyas condenas no son susceptibles de recurso.

Por eso la responsabilidad siempre es de los demás o de unas circunstancias, que, cuando se trata de justificarnos, siempre están ahí disponibles para correr con toda la culpa. No somos capaces de aceptar el hecho de que sería suficiente con reconocer que hicimos lo que pudimos y que, como siempre ocurre, no fuimos capaces de encontrar la forma de hacerlo mejor. Que a ratos fuimos cobardes y a rato cómodos. Que en la hora decisiva no dimos un paso al frente y que por eso mismo, sin darnos cuenta, día a día dejamos que la marea fuera barriendo la arena hasta que no quedó ni rastro de todas aquellas promesas que un día dibujamos junto a la orilla. Que todo podría haber sido diferente si hubiéramos hecho algo que no hicimos, si todo hubiera sucedido antes o después de no se sabe qué. Si fuéramos, sólo, un poco mejores o tuviéramos menos que perder. Quién sabe. 

PD. Desconfíen de los que nunca tienen la culpa, de los que nunca se equivocan, de los que nunca piden perdón, de los que cuando hablan de alguien siempre tienen algo malo en la punta de la lengua y, más que ninguna otra cosa, de los que siempre se presentan como víctimas de los demás: el victimismo es el disfraz con el que el lobo se acerca a las ovejas.

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