Minoría absoluta
Se avecina una lista unitaria y una más que presumible mayoría independentista. Todo estupendo y muy bien organizado, con la impagable ayuda de TV3, que dedica todas sus energías y las 24 horas de su programación a echar leña a la máquina del proceso, sin que nadie parezca haber reparado en la dimensión kafkiana del término, quizás porque los independentistas, estando tan entretenidos como están con sus cosas, no malgastan el tiempo en tonterías como leer a Kafka.
Sea como fuera yo he de confesar que yo siempre he sido más de
minorías: minorías de algunos, de pocos o incluso de uno sólo si se tercia. Y
no por esnobismo o por hacerme el fino, sino porque, muy a mi pesar, no me
siento nada cómodo cuando el viento sopla a favor, me parecen sospechosas las
certezas compartidas, las banderas, los lemas y las consignas, y, más que ninguna otra cosa, me agobian, hasta un punto que no sería capaz de expresar, los viajes
organizados, aunque tengan por destino Ítaca, la patria soñada o, según se mire, ensoñada.
Soy de cosas sencillas: evocar el nombre compuesto de los pueblos de Castilla, mojar los pies en los ríos portugueses que
naufragan en el atlántico y contemplar esos atardeceres sobre el Egeo que se resisten a la
derrota. Pasar de largo como pasan los años, soñar con la métrica de un idioma,
el castellano, que nunca acabaré de conocer, inventar historias (heroicos
naufragios, ciudades sumergidas), sobrevivir a los meandros de las pasiones y
los instintos, reconciliarme con mis debilidades y mis miserias, con esa parte
que todos tenemos de ángel caído, disfrutar de los pequeños instantes de verdad y belleza (pues son la misma cosa) y dejar que
al final las cosas, como los poemas de los que hablaba Séneca, acaben
encontrando su propio camino.
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