Historias para no dormir
Un país europeo logra crear un reino al
comienzo de la Edad Media, pero es invadido por un pueblo
de jinetes nómadas extranjeros, lo que da lugar a un largo proceso de
reconquista, que desemboca en el siglo XV. Entonces asciende al poder un monarca bajo cuya autoridad se
exploran y colonizan tierras extrañas a las que este país exporta su lengua y
la religión cristiana. Mientras tanto, en Europa este imperio tiene que hacer
frente a continuas guerras con sus vecinos y con el Imperio otomano, al que
logrará derrotar en una batalla decisiva en el siglo XVI. Pero ese desgaste acaba
por arrastrarlo al cansancio y el declive. La dinastía reinante es
sustituida por otra nueva que trae modas ilustradas procedentes de Francia. Luego
sobreviene una nueva invasión a cargo de los ejércitos de Napoleón, a los que el
pueblo opone una resistencia heroica en forma de guerrilla que conduce
finalmente a la victoria. Algunos líderes de esta guerra, liberales, esperan
una apertura política, pero una vez acabado el conflicto el monarca reinante restaura de
nuevo el absolutismo del antiguo régimen. Este se prolonga hasta casi mediados
del siglo XX, cuando finalmente es sustituido por una dictadura tutelada por el
ejército.
El lector habrá reconocido, con toda probabilidad, la narrativa tradicional de la historia de España. La invasión musulmana y la Reconquista, la
casa de Habsburgo, Lepanto, los Borbones y los ilustrados, la decadencia y la
invasión napoleónica, los pronunciamientos del siglo XIX. Parece la historia de
España. Pero no lo es.
Es la historia de Rusia. En realidad es el relato, la
narrativa tradicional, de la historia rusa tal y como se enseña en las escuelas
desde hace un siglo. Los «pueblos comerciantes» son aquí los vikingos varegos y
los bizantinos: el papel del pueblo nómada invasor lo interpretan aquí los mongoles. El monarca que logró la
unificación en el siglo XV no es Isabel I ni Fernando el Católico sino Iván III
el Grande, cuyo hijo Iván IV se proclamó emperador (zar) e inició la
colonización de Siberia. La batalla en que los rusos derrotaron definitivamente
a los otomanos, casi contemporánea de Lepanto, fue Molodi. La nueva
dinastía no son los Borbones sino los Romanov. La ilustración no es la de
Carlos III sino la de Pedro el Grande. La invasión napoleónica de Rusia, por
supuesto, fue prácticamente contemporánea de la de España. El zar Alejandro es
aquí el monarca reaccionario en lugar de Fernando VII, y los militares rebeldes
rusos son los decembristas en vez de los liberales españoles.
Este parecido no es casual. Todas las «grandes narrativas» de los Estados
tradicionales europeos se parecen y no se trata, por supuesto, de que
unos copien a otros ni de que la historia «se repita», como tantas veces
se dice. La explicación es otra, y no tiene mucho que ver con los hechos en sí,
sino con la forma en la que se recuerdan, se seleccionan y se cuentan. Después
de todo, el relato histórico no deja de ser precisamente eso, un relato, una
historia, y por tanto está sometido a las reglas de la narración, en la misma
media que cualquier otro relato, ficticio o real.
Para que pueda ser
comprendido y asimilado por los lectores, es necesario darle una forma que lo
haga interesante y mantenga una cierta lógica narrativa. Esta última admite distintas
posibilidades, pero el espectro de ellas es limitado. Baste pensar en cómo se
parecen y se repitan las estructuras de todas las obras de ficción que leemos en
los libros, la televisión o el cine. La historia, aunque maneje materiales más
o menos auténticos, también termina por organizarse con base en un catálogo muy
reducido de formas narrativas y por eso tiende a parecerse en todas partes.
Con las historias personales
ocurre lo mismo: el relato que hacemos de nuestra vida está modelado por la
necesidad de dar coherencia a nuestra narración, de dotarla de un sentido, de
hacer que avance y progrese. Por
eso toda narración es también, aunque sea involuntariamente, una forma de
mixtificación y de impostura. En toda historia que se precie habrá buenos y malos,
justicias e injusticias, héroes y demonios y eso es verdad tanto para la
historia de una nación como para explicar por qué te divorciaste de aquella
chica que parecía tan maja y que sin embargo a ti acabó por no parecértelo en
absoluto.
La moraleja, si es que hay alguna, es que la historia, todas las historias y más que ninguna otra las que cada uno de nosotros nos contamos a nosotros mismos, deben ser contempladas con cierto escepticismo y con algo de ironía, entendiendo que en todo lo que nos ocurre, hasta en lo más doloroso, hay una cierta dosis de azar y que además, nunca se sabe, quizás mañana te alegres de aquello que un día te causó tanto pesar.
PD. En la Cataluña de nuestros días están pasando cosas extraordinarias y desternillantes. Un grupo de "historiadores" catalanes (iba a decir mequetrefes, pero me he contenido a tiempo) ha llegado la conclusión de que la historia de Cataluña ha sido falsificada y suplantada por -intuyen quién puede ser el culpable?- , por supuesto, el maléfico Estado español.
Lean, lean, diviértanse:
http://www.lavanguardia.com/libros/20140421/54405102023/entrevista-pep-mayolas-erasmo-catalan.html
PD. Isaac Newton era natural de Mollerusa y Abraham Lincoln nació Balafia, a las afueras de Lleida, en un solar en el que ahora han abierto un Mercadona. Mucha gente no lo sabe, pero ese y otros importantes descubrimientos están al caer porque la impostura y el engaño españolistas no se sostienen ya ante la penetrante visión histórica de Mayolas y sus secuaces.
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