Lecciones extraescolares
Con la perspectiva que da el tiempo y el ir haciéndome viejo me gustaría creer que si hubiera tenido un hijo habría sido capaz de ayudarle a prescindir de gran parte de las cosas que ahora consideramos necesarias.
Y no por hacer de él (o de ella) un asceta, un místico o un idiota cuyos
sacrificios y renuncias serían recompensadas por la inverosímil promesa de un paraíso
en la otra vida, sino porque cuanto menos necesitamos más libres somos y como alguien
dijo una vez, es muy difícil esclavizar a alguien que depende de muy pocas cosas para
ser feliz.
También
le enseñaría que es preciso estudiar y tener curiosidad por todo lo que nos
rodea porque la ignorancia y la estupidez son causa de infinitas pesadumbres: los
tontos y los iletrados son siervos de aquellos que piensan por ellos y no es
preciso haber visto mucho mundo para saber que aquel que no piensa por su
cuenta tiene un amo invisible. A cambio, eso sí, procuraría que rehusara esa oscura
superstición que lleva a muchos a creer que el trabajo es valioso por sí mismo.
No lo es. Si hemos de trabajar –porque lo necesitamos para ganarnos la vida- es
preciso hacerlo lo mejor posible porque sin esa ética laboral ninguna sociedad
progresa y porque desde muy joven he observado –y así me lo ha confirmado la experiencia- que nunca hay una buena persona detrás de un mal trabajador.
Pero
si, llegado el caso fuera bendecido por el azar con una bonoloto o con una
quiniela millonaria le recomendaría que abandonara su trabajo lo antes posible
y que se dedicara a tareas más provechosa, como el estudio de la filosofía de
los antiguos griegos, cuya poderosa luz todavía nos ilumina muchos siglos después, la
historia de las civilizaciones que un día dominaron el mundo y luego
desaparecieron sepultadas por el paso de los siglos o la contemplación de los infinitos
paisajes y personajes que pueblan este nuestro vasto mundo. Hay tantas cosas
hermosas ahí fuera que no tiene sentido malgastar el tiempo (de no ser
estrictamente necesario para sobrevivir) grapando documentos entre las paredes
de un despacho.
También
le explicaría que intente ser feliz procurando no joder al prójimo y que no sea
demasiado orgulloso porque salvo que salvo que uno sea Miguel Ángel (el pintor
y escultor, no aquel portero del Madrid) o Leonardo da Vinci (ese que ahora los historiadores independentistas dicen que era natural de Terrassa o de Martorell) todas nuestras pequeñas
victorias y derrotas son barridas minuciosamente por el tiempo hasta que nadie
recuerda ni siquiera nuestro nombre. Ah y se me olvidaba, también le diría que
fuera más sociable que yo, que tuviera más fe en el género humano, que buena
falta hace y que tratara de vivir con la estudiada ligereza de los gatos, esos
seres que todo lo observan y de los que nadie en su sano juicio puede esperar que si
se les tira un palo vayan corriendo a recogerlo.
PD.
Una precisión. No sostengo que todas las personas que trabajan bien sean buenas.
Hay excelentes profesionales que seguro que son perfectos cabrones en otros
ámbitos de su vida. Pero lo que si afirmo y estoy dispuesto a defender, incluso
en duelo frente a quien lo niegue con el arma que fuere menester, es que
aquellos que trabajan mal (con desgana, de forma chapucera, quejándose continuamente, echando pestes de
sus compañeros o tratando mal al público o a sus subordinados) nunca son buenas
personas por muy estupendos que se pongan.
PD2.
Cuando tenía gato a veces tiraba un palo a la terraza para que fuera a buscarlo.
Era gracioso porque se me quedaba mirando fijamente con una cara imposible de descifrar
y, por supuesto, ni se movía. Creo que, en el fondo de su ser debía pensar que
yo era un sujeto más bien torpe al que se le escapaban las cosas de las
manos o, a lo peor, un débil mental necesitado de tratamiento psiquiátrico y por eso con la perspectiva que da el tiempo hoy me doy cuenta de que aquella mirada era, a partes iguales, de conmiseración y vergüenza ajena por verse obligado a compartir piso conmigo.
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