Quizás todas las vidas posibles sean una sola (et pluribus unum)



Si, como algunos afirman, todos vivimos múltiples vidas en universos paralelos en alguno de ellos yo podría ser el hijo único del dueño de un concesionario de automóviles de lujo que en el momento oportuno invirtió en el negocio de la construcción y que supo escapar a tiempo cuando las cosas vinieron mal dadas. Como buen cristiano mi alter ego asistiría regularmente a misa y se sentaría en primera fila para tomar la comunión y rogarle a Dios el perdón de sus pecados o, para ser más precisos, que pase por alto sus inconfesables (nunca mejor dicho) y más bien lascivos encuentros furtivos con su tía Isabel -viuda de muy buen ver de un militar de alta graduación fallecido en las montañas de Afganistán en un accidente aéreo- cada miércoles por la tarde cuando se supone que debería estar recibiendo clases de piano. 

Pasaría los veranos junto al río viendo a los peces deslizarse pore el agua, me zambulliría en la corriente para hacerles compañía, mientras  mi madre toma el sol en el porche sonriendo como si el mundo no fuera a acabarse nunca y mi padre lee el periódico con ese rictus serio que se le dibuja en la cara cuando las cosas no van como a él le gustaría, cosa que, por otra parte, ocurre casi siempre y, por supuesto, acabaría casándome con gran pompa y boato, recién terminados mis estudios de Empresariales, con mi novia de toda la vida, con la que pronto tendría dos hijos que sin saber muy bien cómo, en poco tiempo serían casi adolescentes. 

Viviríamos en una hermosa casa en la parte alta de una urbanización y tendríamos un montón de amigos a los que invitaríamos a cenar de cuando en cuando para compartir, en medio de un ambiente cordial y alegre de tácita y reconfortante camaradería de clase, las anécdotas escolares y los rumores más o menos infundados (cuando no abiertamente injuriosos) sobre otros conocidos y, en general, sobre todos los ausentes. 

Al fallecer mi padre heredaría el negocio familiar y, con la sana ambición del que sabe que está llamado a llegar lejos, iría extendiendo la red de concesionarios por las provincias limítrofes empleando una agresiva política de descuentos y, porque no decirlo, haciendo valer mi extraordinarias habilidades comerciales; esas mismas que, una y otra vez y mucho me temo que en vano, trato de inculcar a mis dos hijos varones que, por alguna extraña razón, me miran como si yo estuviera muy muy lejos cuando me dirijo a ellos durante nuestras comidas familiares.

Puestos a imaginar imagino que los dos (mi otro yo y yo) coincidimos por casualidad en una estación de servicio, nos miramos algo sorprendidos y, sin llegar a decir nada, al instante reconocemos en los ojos del otro la misma secreta y abrumadora melancolía que nos acompaña desde que tenemos uso de razón; esa melancolía que es nuestra mayor debilidad y también -quizás- nuestra única fortaleza; esa melancolía que hagamos lo que hagamos y vayamos a donde vayamos sólo se apagará de forma definitiva cuando también lo haga la cuenta atrás de nuestros días.

PD. En el cuento "El planeta imposible" de Philip K. Dick, una longeva anciana (de nada menos que 350 años) está obsesionada con visitar antes de fallecer el mítico planeta Tierra del que le hablaba su abuelo. Aunque nadie conoce su ubicación exacta (para entonces la existencia de la Tierra se considera sólo una leyenda o apenas una conjetura) una nave, bajo la promesa de una suculenta recompensa económica, se ofrece a llevarla. Para trazar el rumbo el capitán ojea la carta estelar y cotejando los pocos datos conocidos (el tercer planeta de un sistema de nueve, con una única luna) decide dirigir su nave al más cercano con esas características, pensando que -aunque no se trate realmente de la tierra- la anciana no será capaz de notar el engaño. El planeta al que llegan tiene un aspecto devastado: erosionado, sin vegetación, asolado por la radioactividad y con océanos desecados y oscuros. La anciana muere en el planeta y al final, justo antes de irse, el capitán de la nave recoge de entre la ceniza del suelo un viejo y desgastado disco metálico en el que se refleja la pálida luz de la luna. En el disco figura una inscripción que dice así: et pluribus unum. Aunque el capitán no llegará a darse cuenta de ello aquel planeta era, por supuesto, la tierra.



"En el reverso había unas pocas letras carentes de sentido, en al­gún idioma antiguo y olvidado. Sostuvo el disco a la luz hasta que descifró las letras:

E PLURIBUS UNUM

Se encogió de hombros, tiró el fragmento de metal antiguo a la unidad eliminadora de residuos y devolvió su atención a la carta estelar, a su hogar..."



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