Driver



En mi primer trabajo remunerado hice de conductor en una caravana de circo. Bien mirado puede decirse que fue un comienzo a lo grande: era ni más ni menos que el tío que traía el circo a la ciudad, el primero en llegar y el último en irse. No me quejo: tenía sus cosas buenas. Conducía toda la noche, así que, como los antiguos navegantes, conocía todas las estrellas por su nombre, recelaba de las noches sin luna, y, como los poetas románticos, asistía gratis al espectáculo, siempre igual y siempre distinto, del sol que se pone y reaparece unas horas después por el otro lado, sobre la línea del horizonte, más allá de los campos de trigo y de los rótulos azules que indican la proximidad de las áreas de servicio de las autopistas.

Cuando llegaba al destino me tomaba una cerveza y hacía lo posible por dormir a deshora pero no era fácil, porque en cuanto empezaba el montaje de la carpa se producía un estrépito de mil demonios que se te metía en la cabeza, te perforaba hasta los sueños y te despertaba constantemente. Después de comer, para despejarme de la falta de sueño, daba un paseo por la ciudad callejeando al azar, que es, sin duda, la mejor forma de conocer cualquier sitio y más tarde, a la hora en que empezaba el espectáculo, buscaba un asiento vacío de una de las últimas filas y me quedaba allí sentado contemplando las caras de los asistentes, su emoción cuando nuestra pequeña trapecista búlgara -con más de una docena de huesos rotos en otras tantas caídas- llenaba el aire de vértigo, el asombro de los niños cuando entraban en escena los tigres y los domadores ataviados con sus extravagantes trajes rojos de botones brillantes (diseñados para resultar poco apetecibles como comida) y el estupor de unos y otros cuando el payaso mudo recobraba el habla a mitad de la actuación y, sin venir a cuento, se ponía a contar chistes más bien verdes que, por fortuna, nadie entendía porque los relataba en su portugués natal, bajo la inspiración de un imprudente consumo de Oporto Tawney y otros licores en los que trataba de ahogar las penas sobrevenidas a raíz de cierto episodio amoroso en el que estaba involucrada una muchacha más casada de lo que hubiera sido deseable, episodio que, por cierto, acabó en reyerta con arma blanca y despido fulminante de uno de los tramoyistas (el marido) y una taquillera (la esposa olvidadiza). 

Por la noche, si nos cambiábamos de ciudad (o de pueblo, que la cosa no estaba para tirar cohetes por culpa de la tele y los malditos videojuegos y nosotros no éramos precisamente lo que luego llegaría a ser el Circo del Sol) tocaba recogerlo todo otra vez. Esa era la parte que más me gustaba porque, en cierto sentido, significaba que yo volvía a entrar en escena. Los conductores nos tomábamos la última copa juntos (el control de alcoholemia llegó a España en los años setenta, pero entonces no era tan fácil que te pillaran como ahora), tratábamos de llegar a una acuerdo sobre cuál era la mejor ruta y, una vez que lo conseguíamos, después de discutir e insultarnos durante un buen rato, todo ello aderezado con abundantes manotazos en el aire que representaban autovías, cruces y atajos, nos íbamos cada uno por donde nos daba la real gana, sin seguir, por supuesto, el camino acordado, porque al fin y al cabo los conductores no somos más que insomnes soñadores transhumantes; aves nocturnas que pisan el acelerador en cualquier carretera secundaria para ahorrarse unos cuantos euros de peaje; pecadores, en fin, en búsqueda de una redención que quién sabe, quizás esté justo ahí, un poco más allá, al final de esa larga recta que está por venir. 

PD. Una vez le pregunté a uno de los domadores, un antiguo soldado bielorruso del 5º ejército de tanquistas de la Unión Soviética, que apenas llegaba al uno sesenta de altura, pero que, para compensar tenía unos brazos tan grandes como sogas de trasatlántico, qué cómo se atrevía a meterse en la jaula con aquellas fieras huesudas y, a todas luces, hambrientas. Se quitó el sombrero de copa, ese que arrojaba al aire con desdén al inicio de cada actuación, sonrió con una mezcla de tristeza y alegría y, como si me estuviera mirando desde algún lugar muy distante, me respondió que más fiera era el hambre. 




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