Teníamos nuestro punto



Todos somos soñadores y pecadores. Caemos y nada más levantarnos, antes incluso de evaluar los daños, nos golpeamos de forma compulsiva la chaqueta y la pernera del pantalón para deshacernos de cualquier rastro de polvo, como si ese sencillo gesto escondiera una extraña forma de expiación y un secreto acto de contricción: te lo juro mamá, no volveré a hacerme daño en las rodillas y así no tendrás que echarme otra vez mercromina en las heridas. Pero volveremos a caer, porque esa es nuestra naturaleza, frágil e imperfecta, llena de taras, de heridas y de abolladuras que permanecen en la costra de nuestra piel y que aunque sanen, de alguna forma, nos acompañarán siempre vayamos donde vayamos. 

Algún día, cuando una civilización de robots liberados de la tiranía de sus antiguos opresores humanos herede la tierra, alguno de ellos -quién sabe si curioso o divertido- examinará las ruinas de nuestras viejas guerras y desastres, escuchará de la mano de una voz perdida en el tiempo el relato de nuestras idas y venidas por la faz de la tierra y, contemplando las imágenes en alta resolución de lo alto y lo lejos que un día llegamos a alzarnos, descubrirá que, pese a nuestro deficiente esqueleto y a nuestra muy vulnerable caja torácica, pese a todo lo mucho que había de manifiestamente mejorable en todos y cada uno de nosotros, éramos criaturas que, a su manera singular, no carecían de cierto encanto.






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