Hasta siempre Ueli


Ha muerto Ueli Steck. Era alguien a quién no conocía y por el que, sin embargo, profesaba una de esas raras simpatías que no son proporcionales a la distancia y que tampoco se fundamentan en la afinidad, porque es muy posible que no haya en el mundo dos personas más diferentes entre si: él escalaba, con la única ayuda de sus brazos y piernas, paredes heladas de miles de metros de altura y a mi, en cambio, me da vértigo hasta asomarme a lo alto de un taburete para cambiar una bombilla. 

Por lo común nunca sé si una noche voy a escribir o no en mi blog y mucho menos de qué voy a hacerlo. Esta tarde, en cuanto me enteré de la noticia de su fallecimiento, no tuve ninguna duda de que lo haría para darle las gracias, porque para alguien como yo, que no tiene ni tendrá jamás las condiciones físicas y psicológicas necesarias para escalar, ver a Ueli deslizarse por las montañas con su optimismo innato y con esa agilidad de bailarín, era como ver a un pájaro volar, algo que uno sabe que es posible pero que siempre parece desafiar las leyes de la física, algo que te devuelve la fe en las posibilidades del ser humano y que, en fin, te reconcilia con la existencia a pesar de todos sus inconvenientes y avatares. 

Ahora no faltarán esos cretinos con alma de buitre carroñero que, aprovechando la ocasión y antes de que se enfríe el cadáver, asomarán la patita para decir que bueno, que al fin y al cabo él se lo ha buscado porque practicaba un deporte muy peligroso y además lo hacía de una forma que implicaba asumir mucho riesgo. Y es verdad, solo que en realidad... como todas las medias verdades que ahora están tan de moda... es mentira. Lo mejor de nuestra civilización se debe al valor de personas que decidieron asumir riesgos que están fuera del alcance del común de los mortales: personas que levantaron la voz y dijeron que el sol no giraba alrededor de nuestro ombligo, personas que se resistieron a quedarse en la parte del autobús que correspondía a su raza, personas que se inyectaron vacunas a si mismas para demostrar que funcionaban o que se atrevieron a gritar que el tirano estaba desnudo, personas que, siempre, en fin, hicieron algo que era poco recomendable, peligroso o manifiestamente desaconsejable para sus intereses personales y que, sin embargo, a pesar de todo, asumieron el riesgo de hacer lo que pensaban que tenían que hacer y no algo más fácil o más conveniente en su lugar.

A nuestro alrededor, por todas partes, hay sólo dos tipos de personas. Las que encuentran la manera de hacer aquello que quieren hacer, aquello que les demanda su corazón y las que siempre encontrarán una buena excusa para no llegar a intentarlo siquiera. Puede que las primeras perezcan en el intento, pero tengo la certeza de que al menos tendrán el raro privilegio de haber vivido una vida que merece la pena. 

Las segundas escriben elocuentes comentarios en los periódicos en los que exaltan la vida y deploran la actitud de quienes ponen la suya en peligro, pero no se dejen engañar, lo que esos hipócritas no pueden perdonar no es que otros escalen montañas, lo que no soportan, como la zorra que desdeña por demasiado verdes las uvas que no alcanza, es que otros estén vivos de verdad, porque eso les devuelve la imagen especular de la miseria espiritual de su propia existencia y como la certeza de estar muerto en vida genera una enorme cantidad de ácido clorhídrico tienen que verter el excedente sobre alguien, aunque como en este caso se trate del cadáver de una persona excepcional que ha muerto haciendo lo que siempre quiso hacer.

Gracias por dejarme viajar contigo Ueli. Hasta siempre. 


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