Arena



No somos más que tiempo que se agota, una fina capa de arena de reloj que se desliza segundo a segundo por un agujero mientras patalea sin entender qué es lo que ocurre y tratando de engañarse un poco, lo justo para poder mirarse al espejo sin tener que vomitar la tostada del desayuno encima de nuestros propios zapatos.

Esta noche me acuerdo de algunos seres queridos que ya no están. Y me da miedo, un miedo atronador, que algún día alguna de las personas a las que quiero tampoco estén conmigo. Puede que, como dicen las canciones y los poemas, haya cosas más grandes que la vida, pero a riesgo de parecer prosaico y materialista,  no me importa confesar que tengo la impresión de que, a pesar de todos los pesares, no es del todo mal negocio estar vivo y sentir el sol y la brisa del viento en la cara.

No temo a la muerte. Se que ocurrirá, pero nunca me ha inquietado la perspectiva de que me sobrevenga mañana o dentro de treinta años, como si en este asunto viviera al amparo de una especie de inconsciencia protectora. No me asustan las funerarias ni los cementerios como a tantas personas que en el fondo parecen compartir la curiosa creencia de que la muerte es una especie de enfermedad contagiosa que puede prevenirse guardando una distancia prudencial con las hileras de cipreses y los ataúdes con asas de latón.

Un día la arena que tengo en el pecho dejará de caer y el universo seguirá girando o expandiéndose o lo que quiera que haga como si tal cosa. Ocurre todos los días miles de veces y la rueda sigue girando. Pero nadie puede reemplazarnos en el corazón de las personas que nos quieren de verdad y eso, se mire como se mire, es la parte más jodida de ir haciéndose mayor, porque por mucho que tratemos de pasar página y de arrancarnos el aguijón, el veneno que se nos clava con cada una de esas ausencias se queda ahí dentro y una noche cualquiera, una noche como esta misma, la herida acaba abriéndose como una flor tropical para recordarnos que las peores cosas de la vida son las que no tienen remedio. 

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