Cuidadín con la vocación



Mucha gente disfruta aireando a los cuatro vientos que le encanta su trabajo. Siempre que escucho esta loable confesión, una parte de mi se queda uno poco aturdida porque gustar, lo que se dice gustar -del verbo gustar- no hay ningún trabajo que me guste. En cambio otra parte, más pequeña y más rabiosa, siente un poco de envidia porque la verdad es que debe ser estupendo disfrutar con algo que, al fin y al cabo, uno tiene que hacer por narices ocho horas al día cinco días a la semana.

Lo que no soporto de ninguna manera son las exaltaciones de la vocación. A mi me parece estupendo que uno alimente desde niño el íntimo deseo de ser bombero, sexador de pollos, funambulista o funcionario de prisiones. Pero la vocación, como todos los deseos, está construida con un material demasiado volátil como para que me resulte de fiar.

Lo que quiero decir es que, puestos a elegir, me importa un pimiento si mi cirujano cardiaco o el ingeniero que construyó el puente por el que paso cada día tenían o no vocación. Lo que de verdad cuenta es que sean buenos profesionales, porque tengo la certeza de que los que lo son de verdad difícilmente dejan de serlo bajo ninguna circunstancia.

La gente que hace bien su trabajo -con independencia de que le guste o no- es la que hace progresar a la civilización. Hay dos formas de recoger basura: bien o mal. Y dos formas de diseñar los flaps de las alas de un transbordador espacial: bien o mal. Lo que de verdad importa es la profesionalidad: que puestos a hacer tu trabajo, sea cual sea, tengas la determinación de hacerlo siempre lo mejor posible y hasta el final, sin excusas ni atajos, con independencia de que ese trabajo te guste o no. 

Naturalmente llegado este punto alguien replicará: si, pero es mejor que te guste. Claro que si, guapi, sólo faltaba. Pero no está de más recordar que la vocación, por si misma, no garantiza nada de nada. Uno puede tener la vocación de ser piloto de formula uno y carecer de condiciones para serlo. Y, peor aún, uno puede tener la vocación de ser sacerdote o maestro y luego dejar de tenerla, porque en ninguna parte está escrito que la vocación sea como el desodorante ese del anuncio que nunca te abandona (que rima consonante tan cojonuda). 

Y si por desgracia ocurre eso y, como ocurre con mucha frecuencia, la vocación se desgasta por el constante latido de la rutina o porque, simplemente, tu trabajo resultó por ser muy distinto de lo que una vez soñaste que iba a ser, más nos vale rezar para que detrás de esa frágil vocación de transparentes alas de colores haya un buen profesional. 

PD. Otro problema de la vocación es que está muy mal repartida: muchos son los que dicen tenerla de torero, actriz, cantante pop, futbolista y, al parecer, concursante de Gran Hermano. Sin embargo, no es tan habitual que la gente, desde su más tierna infancia, sueñe con acabar sus días laborales como registrador de la Propiedad, operario a turnos en una fábrica de troquelado, matarife, guardian del Norte o embolsador de melocotones de Calanda. Por eso mucho me temo que una sociedad basada únicamente en la vocación sería algo estupendo como concepto, pero tan cansino y jartible como la programación de Tele 5. 


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