Nadie regresa



Lo primero que hacía al entrar en mi habitación era encender la radio. Su voz de fondo ha sido testigo de todo: de los largos inviernos de Asturias, de los temporales de viento que arrancaban las hojas del álamo blanco que ya por entonces era más alto que nuestra casa, de las retransmisiones de los partidos de los domingos, de la humedad que subía del río y se condensaba en las paredes de mi habitación, de las visitas de mis padres, que se asomaban a la puerta para ver si continuaba con vida con la excusa de preguntarme por el próximo examen, de mis primeras fotos en pantalón corto con aquel flequillo que me caía sobre los ojos, del día en que me fui y de los largos años de ausencia que vinieron después. 

A veces creo que aquella vieja radio sueña con que regreso. Si cierro los ojos escucho como me susurra al oído que me deje querer, aunque duela, que deje de lamerme las heridas y que nunca es demasiado tarde para intentarlo de nuevo. Pero se equivoca. El tiempo se asegura de que el que vuelve sea siempre, para bien o para mal, un extraño o, al menos, una persona distinta, alguien con la espalda curvada hacia adelante, con más canas y con más hendiduras en la coraza y además, por mucho que siga lloviendo, por mucho que el álamo siga en pie en medio del cañaveral y por mucho que la habitación huela exactamente igual, tú ya no estarás allí, padre y eso no hay poción mágica, bandera, elixir, himno, conjuro ni bala de plata que lo arregle. 

Entre volver y regresar hay la misma diferencia que entre volar y admirar el vuelo de los pájaros. La vida es una forma superior de álgebra que desprecia la simetría de los círculos: no hay ningún puente que una el ayer con el mañana, la memoria no sirve de espejo, el tiempo no convierte las mentiras en verdades y la tenue luz de la melancolía no sirve para indicarnos el camino. El futuro es un muro demasiado alto que siempre está ahí, dos pasos por delante, aguardándote en la penumbra. Como el primer amor. Y como el último. 


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