Señales
A veces para saber una cosa necesitas una señal. Aquel verano, si no recuerdo mal, yo llevaba varias semanas tonteando contigo, pero la cosa nunca había ido a mayores, así que en mi cabeza habías ido a parar al estante en el que por entonces yo almacenaba, a efectos puramente taxonómicos y con el más absoluto de los respetos, a las amigas que me caían bien pero con las que no tenía ninguna previsión de rozamiento físico a corto/medio plazo.
Entonces, no sé a cuento de qué, un día tomando un café me contaste que el fin de semana anterior, durante una salida por la sierra con unos amigos aficionados a la fotografía, uno de ellos, un chico muy majo al que además yo conocía de vista porque habíamos hecho juntos un curso trimestral en la escuela de cine de Madrid, se había acercado a ti, te había dicho que eras preciosa, que tenías una nariz perfecta y, mira por donde, te había tumbado sobre la hierba para fotografiarte, no sin antes desabrochar sutilmente uno a uno los botones de tu cazadora, para que la imagen resultara más natural y la luz del sol pudiera captar en su esplendor toda tu belleza natural.
Yo te escuchaba sin pestañear. A la altura de muy majo el tío ya me caía severamente mal. Cuando se acercó a ti el sudor me goteaba por la espalda y cuando te dijo que eras preciosa me hubiera venido muy bien un ibuprofeno (o dos) porque me empezaba a notar temblores, escalofríos y dolor articular. En lo de la nariz perfecta empecé a repasar mentalmente si entre mis amigos y/o conocidos había algún asesino a sueldo o, al menos, algún proveedor de estricnina o estramonio (por entonces no existían Putin ni su polonio radioactivo) para matar al sarnoso y muy denegenerado fotógrafo de los cojones, al que en aquel momento ya odiaba como sólo se odia a esos malos de las películas que son malos revenidos y sin atenuantes porque que tienen la maldad enquistada en lo más hondo de su ser y sólo pueden ser redimidos mediante una muerte lenta y dolorosa.
En cambio, he de reconocer que, por lo que se refiere, en particular, a la acción concreta de tumbarte sobre la hierba y desabrocharte la cazadora, no podría referir con precisión cuál fue mi reacción exacta, porque para entonces ya me había mareado y de no ser como soy un hombre hecho y derecho con el suficiente amor propio como para fingir que me había atragantado con un resto de hielo de la coca-cola, hubiera necesitado asistencia médica porque, en realidad, lo que ocurría es que ya estaba hiperventilando y en pleno ataque de ansiedad.
En cambio, he de reconocer que, por lo que se refiere, en particular, a la acción concreta de tumbarte sobre la hierba y desabrocharte la cazadora, no podría referir con precisión cuál fue mi reacción exacta, porque para entonces ya me había mareado y de no ser como soy un hombre hecho y derecho con el suficiente amor propio como para fingir que me había atragantado con un resto de hielo de la coca-cola, hubiera necesitado asistencia médica porque, en realidad, lo que ocurría es que ya estaba hiperventilando y en pleno ataque de ansiedad.
En fin. Lo que trato de decir es que en la vida hay dos tipos de personas. Las que siguen la senda marcada sin desviarse ni un milímetro y nunca sacan el pie del carril porque han sido educadas en la prudencia, el saber estar, el orden, el concierto y en el temor reverencial a lo desconocido y luego estamos los individuos como yo, que en los laberintos de las películas de Indiana Jones siempre tomamos a mano izquierda por el pasadizo que no es y, por si fuera poco, pisamos nada más entrar la baldosa equivocada y por eso todo el rato nos sobrevuelan piedras voladoras, lanzas arrojadizas, simas insondables, maldiciones ancestrales y toda suerte de trampas y añagazas que, para nuestra desgracia, no siempre son de cartón piedra. Lo bueno de ser como somos es que no nos aburrimos. Lo malo, hay que reconocerlo, es que no ganamos para sustos.
El caso es que con aquella breve historia yo supe lo que tenía que saber y no necesité indagar nada más para hacer lo que tenía que hacer. Con el tiempo casi me había olvidado del asunto, pero esta mañana, por esos azares del destino y porque el mundo es un pañuelo, como dicen los viejos cuando se encuentran en la sala de espera del ambulatorio para hacerse los análisis, me he cruzado por la calle camino del trabajo con el fotógrafo en cuestión y le he sonreído porque, sin que él lo sepa, gracias a aquel ataque suyo de enajenación fotográfica transitoria, esta noche y la próxima noche y también la noche que vendrá después de esa, tu dormirás aquí a mi lado y eso no podría pagárselo con dinero (ni con polonio radioactivo) aunque quisiera.
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