El laburo
Regresar de vacaciones es como abandonar la luz y adentrarse en lo más profundo de la tormenta. Nunca me cansaré de repetir lo mucho que me asquea la idea de tener que trabajar para ganarme la vida: siempre he envidiado a la gente que encuentra consuelo en su trabajo y a la que, según parece, experimenta una genuina y placentera vocación laboral. No es mi caso.
No me malinterpreten. Procuro hacer mi trabajo lo mejor que se me ocurre y lo cierto es que empleo gran energía en hacerlo bien, pero reconozco aquí y ahora que lo desprecio desde lo más hondo de mis adentros. Ese desprecio tiene que ver con el hecho de que la administración pública es como un burro que da vueltas alrededor de un palo de forma mecánica, por pura inercia, sin que nadie sepa ni cómo ni por qué, siempre hacia adelante, siempre hacia ninguna parte.
Y tiene que ver, también, con que me encanta dedicar mi tiempo a hacer cualquier cosa que no sea trabajar: rascarme el entrecejo, mirar como corren las nubes y como vuelan las mariposas o tomarme una cerveza con limón. Soy consciente de que semejante declaración, en un tiempo en el que todo el mundo afirma estar ajetreadísimo y andar siempre ocupado y preocupado se ha convertido en una nueva forma de religión moderna, linda con la herejía, pero es así -soy así- y ya no tengo remedio, no aspiro a ninguna reforma protestante o sin protestar y, además, Calvino y Lutero me parecen dos psicópatas de mucho cuidado (esto último no viene mucho a cuento, pero además de ser verdad, hace tiempo que tenía ganas de decirlo).
PD. Por suerte siempre nos quedará Kacey Musgraves que, como la última luz de la tarde, lo envuelve todo de irrealidad e ironía con su papel de celofán de color naranja.
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