Vendrán, siempre lo hacen



Esta noche hasta la línea del horizonte se curva bajo la luna. Los edificios, extenuados por el calor se arrodillan sobre el asfalto y un cárabo tartamudea en la torre de la iglesiaUna tubería se dilata y cruje en la oscuridad detrás de una vieja muñeca de porcelana de manos temblorosas. Mi sueño desfallece y se resigna elegante a su suerte como un hombre con traje que se inclina para atar su zapato. En un rincón de un patio, en alguna parte, hay un perro que no deja de ladrar y en el cuarto de baño una araña se descuelga por un hilo de plata para mirarse en el espejo.

La periferia de todos los objetos añora una brisa como se añora el sonido de una lengua extinta. Entonces, de pronto, sucede. Los fantasmas acuden una vez más a visitarme. Son corteses y tímidos. No quieren poseer mi cuerpo, saldar cuentas con nadie ni arrasar la tierra. Están muertos, lo saben y no se preocupan por esas cosas. Uno de ellos, humildemente, me ofrece un lápiz. A su manera trata de ayudar. Me observan con los ojos de un niño que guarda un secreto. Les pregunto si todo va bien y asienten. Sí, bien, como siempre, parecen decir. 

A veces se acercan y me susurran con cuidado algo al oído. Por lo general se trata de cosas que no tienen mucho sentido: están muertos y la coherencia argumental no es su fuerte. La otra noche uno me explicó que nunca podré ver a través del mañana, que nadie te advierte del dolor que vendrá y que pensar se reduce a tres cosas: misterio, nostalgia y sed. Yo transcribo sus palabras escrupulosamente para que no se sientan decepcionados. Luego ellos leen lo que escribo despacio, concienzudamente y cuando comprueban que lo he apuntado todo al pié de la letra sonríen satisfechos, como si la muerte fuera una flor dulce e imposible que habitara al otro lado del océano. 

Me visitan desde que tengo memoria y me tratan con benevolencia: ya no están sometidos a la ridícula dictadura del amor propio, habitan un universo en el que ninguna cosa tiene precio y no tienen nada que perder, porque han aceptado que lo que una vez se quebró continúa roto y no podrá ser recompuesto. Yo, por mi parte, he aprendido que, por alguna extraña razón, la discreta compañía de sus negras pupilas me resulta reconfortante, como el olor de la habitación en la que crecí. Y ellos lo saben. 

Y también saben que ellos son la razón por la que dejo una luz encendida en la oscuridad hasta muy tarde: para que siempre encuentren el camino que conduce hasta mi. 

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