Viva la vida
En fotografía se denomina profundidad de campo a la zona que comprende el punto más cercano y el más lejano que una lente puede enfocar con una nitidez aceptable. Esta noche, viendo un documental sobre la historia de Coldplay, me he dado cuenta de que, en nuestro día a día operamos con una profundidad de campo muy reducida y, sin embargo, creemos que esa diminuta parcela de la realidad que somos capaces de divisar nos concede la autoridad necesaria para someter a juicio al universo entero.
A primera vista la historia de Coldplay es una historia de éxito. Y lo es y eso es exactamente lo que vemos: cuatro jóvenes ingleses que recorren el mundo compartiendo sus canciones con un público dispuesto a pagar más de 100 euros por asistir a uno de sus conciertos. Pero detrás hay mucho más que eso: inseguridad, presión, adicciones, y, por supuesto, los inevitables conflictos derivados de la casi imposible convivencia entre millonarios que se conocen desde la universidad y que no sólo están obligados a trabajar juntos, sino que, además, han de estar a la altura de unas expectativas que nunca dejan de crecer.
A la distancia focal exacta las luces brillantes del éxito dejan paso a las personas, con todas sus grandezas y sus pequeñas miserias (las unas, además, suelen ser el correlato de las otras). Pero eso no atenúa la brillantez del conjunto, sólo lo humaniza y lo acerca a cada uno de nosotros, porque todos compartimos, en otros escenarios menos elocuentes, los mismos miedos y las mismas inseguridades, la misma necesidad de recomponer lo que se ha quebrado y de acomodar nuestra existencia al impacto derivado de nuestras decisiones y renuncias (porque decidir es siempre, también, una forma de renunciar).
Y eso no es fácil, nunca lo es. Ni para nosotros ni para Chris Martin y sus compañeros.
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