Hala Madrid (o casi)
Lo he contado más de una vez. Mi padre era del Real Madrid y no un poquito ni bastante, sino mucho tirando a muchísimo, uno de esos forofos incontenibles que nada más escuchar el pitido inicial tienen la certeza de que el señor colegiado le acaba de birlar a su equipo dos penaltis y que, a la altura del descanso, están poseídos por la certeza de que sólo una conjura judeo-masónica puede explicar que el equipo contrario no cuente ya, como mínimo, con dos expulsados (mi padre entendía que era motivo de tarjeta roja y prisión mayor cualquier cosa que no fuera ceder el paso amablemente a los jugadores del Madrid con una mezcla de mansa sumisión y temor reverencial).
Yo, ante semejante exhibición de idolatría merengue, hice justo lo contrario de lo que resultaría esperable en cualquier buen hijo que se precie: me hice del Barcelona. Con algo más de contención porque, en general, tiendo a experimentar las emociones más hacia adentro que hacia afuera, pero con una desbordante pasión futbolera que a lo largo de los años me ha hecho alternar noches de rabia y frustración con otras de éxtasis y gritos incontenibles, dependiendo de algo tan irracional como que la pelotita acabe rebotando hacia dentro o hacia afuera por esos misterios de la inercia y las fuerzas centrífugas y centrípetas.
De aquel tiempo me queda mi afición por el Barcelona y, al hilo de la memoria de mi padre, un enorme respeto por el Real Madrid, que, ahora, aprovechando que es tarde y que no me escucha nadie, les confesaré que me parece el mayor asesino en serie del deporte mundial: un equipo que no necesita jugar ni bien ni mal y que muchas veces casi ni juega, pero que de alguna forma se acaba plantando en las finales de la Champions y una vez allí -con sus impolutas camisetas blancas y ese aire de chulapos recién llegados de Chamberí que no se acogotan ante nadie- se las apaña para que la cosa (ay) acabe mal. Mal para el equipo contrario, quiero decir.
El Madrid no sale a jugar: sale a ganar y punto. El Barcelona, en cambio, para acercarse a la victoria necesita hacer malabarismos posicionales, punto de cruz, orfebrería fina y hasta encaje de bolillos, aunque he de decir que en estos años, de la mano de Leo Messi, ha conseguido hacerlo de manera formidable y con una regularidad digna de admiración, demostrando a todo el mundo que también se puede ganar jugando en verso y sin recurrir a las cargas de infantería en el último minuto con las que el Real Madrid (ay, otra vez) ha dado la vuelta a tantos partidos que estaban más muertos que vivos.
Crecí siendo del Barsa y moriré siendo del Barsa lo que significa, entre otras cosas, que quiero que el Madrid pierda los partidos oficiales, los amistosos, el Ave en la estación de Atocha y le salga a pagar la declaración de la renta si fuere menester. Pero en cada uno de sus grandes triunfos, pasada la decepción inicial, he de reconocer que también gano un poco, porque esas victorias -mucho más abundantes de lo que me gustaría- me devuelven la sonrisa de mi padre, así que, bien mirado, en materia futbolística, experimento el raro privilegio de no perder nunca del todo, porque o gana mi equipo o gana el de mi padre y cuando eso ocurre, como le imagino a mi lado celebrándolo y chinchándome por mi inexplicable barcelonismo, comprenderán que tampoco puedo estar triste del todo.
PD. Nunca dejaré de echarte de menos.
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