En campaña



Como estamos en campaña electoral los políticos han empezado a imitar el áspero ladrido de la hiena para sacar de su letargo a los electores dormidos. Casi asfixiados por una hemorragia de mensajes nos adentramos en un laberinto de medias verdades, argumentos triviales/tribales y promesas de que, si elegimos la papeleta buena, todas nuestras heridas serán sanadas y los medicamentos, las pensiones, los panes, los peces y otros géneros de ultramarinos de primera necesidad lloverán del cielo sin que tengamos que mover ni un músculo para recolectarlos. 

Se trata de un ritual, de uno de los rituales imprescindibles de la democracia, tan necesario como agotador, porque el nivel medio de la actividad política oscila entre la mediocridad y la vergüenza ajena y esto, a su vez, es así porque -aunque resulte inconveniente decirlo- una buena parte de la población mundial es idiota, demasiado influenciable y/o incapaz de distinguir lo que quiere de lo que necesita (que son dos cosas muy diferentes). Y, además, ocurre que muchas veces preferimos una mentira conveniente antes que una verdad incómoda y por eso, como dice Tomas Showell, cuando a una persona se la pone en la tesitura de odiarse a si misma por sus fracasos o de odiar a los demás por su éxito rara vez elige la primera opción.

Todos los populistas del mundo, que saben que el ciudadano medio no suele malgastar su valioso tiempo escrutando la realidad, tratan de ganarse las habichuelas poniendo en marcha una opera bufa en tres actos que consisten en (1) simplificar los problemas, (2) inventárselos si es menester y, como traca final, (3) ofrecerles soluciones oportunistas y falaces que nunca arreglan nada. Los males de Gran Bretaña se acabarán con el Brexit, los de Francia quemando contenedores con chalecos amarillos, los Cataluña con la independencia, los de Estados Unidos levantando un muro y los de España empadronando a Franco en otro panteón o invocando el legendario lanzamiento de minerales de la tabla periódica del Rey Pelayo para espantar a la morería.

Como todo indica que muchos de nuestros congéneres se resisten a abandonar su inveterada propensión al cerrilismo no está de más subrayar, una vez más y todas las veces que hagan falta, la importancia del espíritu crítico como única herramienta que, al permitirnos distinguir la verdad de la impostura, nos convierte en personas libres y en auténticos ciudadanos. No lo somos porque tengamos derecho a votar: lo somos cuando somos conscientes de la importancia de ese voto y de la responsabilidad que implica. 

PD. En los últimos tiempos algunos comentaristas de mi blog han adquirido el curioso hábito de recordarme que si no estoy a gusto en Cataluña (cosa que ellos han deducido por su cuenta y riesgo) lo que debería hacer es marcharme. También me llaman fascista, español y otras lindezas fáciles de imaginar porque no requieren un gran esfuerzo creativo. Ocurre, al parecer, que en los tiempos que preceden al advenimiento de la nueva e inmaculada república, la catalanidad se ha convertido en un atributo exclusivo de los independentistas y todos los demás, los que no comulgamos con tales ruedas de molino, empezamos a estorbar. Opera aquí una perversa metonimia: como ellos, siendo una parte (los procesistas -independentistas) se consideran el todo (Cataluña), oponerse a sus designios equivale, ni más ni menos, que oponerse a Cataluña o, en otros términos, a ser un mal catalán. En sus mentes elementales alguien que no profesa su credo o que se atreve a discrepar de él ha de ser, por fuerza, una bestia, un facha, un indeseable o un español -que vendría a ser las otras tres cosas a la vez- y, por eso, a la que perciben el inconfundible aroma del escepticismo, se aprestan a indicarte la puerta de salida con la suficiencia del que, además, te hace un favor. No hay que enfadarse: es sabido que es propio de los tontos serlo, con la mejor de sus intenciones, a tiempo completo y en régimen de dedicación exclusiva. 


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