Derrotas


Esta noche el Liverpool ha atropellado al Barcelona utilizando un sencillo procedimiento consistente en jugar más rápido y mejor al fútbol. Ese atropello, que escuece a la extraña manera en la que escuecen las cosas del fútbol, es el síntoma -uno más- del final de una época y un recordatorio de que en el deporte, como en la vida, nada es infinito y llega un momento el que todo toca a su fin. Durante unos años Messi ha soportado el peso de un equipo que, temporada tras temporada, se iba haciendo un poco más lento y un poco menos brillante. Más viejo, en realidad. No es extraño: a cada uno de nosotros que lo veíamos a través de la televisión nos sucedía exactamente lo mismo.

Es casi un lugar común afirmar que de las derrotas se aprende más que de las victorias. No es cierto. Ninguna de las dos cosas te enseñan nada en particular: saltar un centímetro más que tu adversario o llegar un segundo antes a la meta es un hecho físico y como tal carece de implicaciones morales. La única diferencia relevante es que perdiendo te vas más triste a casa. Y de la tristeza y la introspección tampoco se aprende nada o todos los franceses serían muy sabios y salta a la vista que son igual de bobos que el resto de ciudadanos del mundo. 

Por lo demás las últimas elecciones nos han deparado el triunfo del incombustible Pedro Sánchez, que regresó del otro lado del muro para capitanear al PSOE frente a una derecha dividida y desnortada que cada día se parece más a la izquierda en lo fundamental: en la ausencia de un proyecto verosímil de país y de cualquier idea que vaya más allá de lo inmediato, de lo que se asoma a las redes sociales y del próximo titular.

Lo mejor del triunfo de Sánchez es que su mera existencia opera a modo de kriptonita para el independentismo. Oponerse a Rajoy, Casado, Rivera y ya no digamos a los empecinados de Vox enerva a las huestes procesistas. En cambio Pedro Sánchez es como un cuñado no muy largo de entendederas pero simpático, que siempre te propone tomarte otra y que además tira de billetera con facilidad. Alguien a quien no tienes demasiado afecto, pero al que te resulta difícil odiar por mucho que te lo propongas. Y el odio es, siempre, el último refugio de la frustración. 

Por lo demás, en un universo ideal nuestros políticos estarían haciendo planes para hacer frente al cambio climático, consensuando una reforma educativa, afrontando el problema del desempleo y el vertiginoso déficit de nuestro sistema de pensiones. Pero eso sería hacer política de verdad y como tal requeriría de una altura de miras que está completamente fuera del alcance de los ciudadanos que estos días se aprestan a recoger sus credenciales, sus tablets y sus móviles para tomar asiento en el Congreso y el Senado. 

No afrontar los problemas es, desde luego, una opción. Pero lo es sólo durante un tiempo, porque más tarde o más temprano la realidad acaba por desplegar sobre todas las cosas su pesada carga gravitatoria. Esta noche el Liverpool nos lo ha recordado a los aficionados del Barcelona y la próxima crisis económica -que llegará, porque siempre llega- se lo recordará a todos los ciudadanos y a sus representantes. No tengo demasiada confianza en que cuando eso ocurra estemos mejor preparados de lo que lo estaba el Barcelona esta noche. Espero, en todo caso, que el resultado sea algo mejor.

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