Hacia adelante
Lo más difícil de la vida es no perderse. No hay que confundir perderse con equivocarse: no equivocarse es imposible y si tenemos la fortuna de vivir lo suficiente es seguro que acabaremos por equivocarnos bastante. Pero extraviarse resulta mucho peor, porque cuando alguien se extravía ni siquiera sabe en qué dirección ha de echarse a andar y aunque lo haga con la mejor voluntad corre el riesgo de acabar haciéndolo en círculos como dicen en las películas que les sucede a los viajeros que se extravían en el desierto.
Con frecuencia he tenido la sensación de que, además de equivocarme mucho y muy fuerte, he andado toda la vida medio extraviado en este extraño mundo que me ha tocado vivir, como si mi destino fuera recorrer una de esas líneas de tren abandonadas que ya no llevan a ninguna parte, pero que todavía serpentean lejos de las autopistas y los caminos principales y que aún conservan el eco de antiguos pasajeros que fuman en pipa y de mujeres de ojos negros que contemplan el paisaje a través de los cristales y que traen aprendida esa lección del cuaderno de la vida que dice que para ser feliz es mejor no preguntarse porqué.
Me encantaría retroceder en el tiempo y ser capaz de arreglar todas las cosas que alguna vez no hice como hubiera debido. Pero la relación de asuntos a enmendar sería inagotable y, además, el universo es un animal sin dientes que muerde los huesos hasta el tuétano y que, poco a poco, segundo a segundo, casi de puntillas, va centrifugando hacia el espacio exterior del olvido los recuerdos, los afectos, las canciones y los sueños y por eso el viajero no tiene otro remedio que aguardar a que amanezca mañana con la esperanza de que el sol se cuele una vez más por la persiana y, entonces, una vez más, seguir adelante, siempre adelante, siempre hacia la luz, siempre hacia la vida.
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