Kobayashi Maru



Desde niños nos educan para ganar y, como mal menor, para aceptar con una más o menos impostada deportividad la derrota. Pero incluso entonces, cuando las cosas van mal dadas, se elogia el espíritu de combate, la resiliencia frente a la adversidad y la testarudez del que no se rinde fácilmente. 

Pero, a veces, no sólo no alcanza con todo eso, sino que, vistas la cosas en perspectiva, ni siquiera llegamos a tener la menor oportunidad. En la saga Stark Trek la prueba del Kobayashi Maru ilustra ese tipo de situaciones en las que la derrota es segura: el capitán de un crucero estelar de la Federación en misión de rescate del carguero Kobayashi Maru se enfrenta a la inminente destrucción de su nave cuando tres naves de combate Klingon aparecen de nada y comienzan a hacer valer su formidable potencia de fuego.

El no-win escenario del Kobayashi Maru no pone a prueba la habilidad de combate porque el combate, en ese contexto particular, está perdido de antemano. Se trata, en realidad, de una prueba de carácter cuyo objetivo es comprobar como reaccionan los futuros capitanes de la flota estelar ante una situación en la que no hay esperanza y en la que la muerte les mira a los ojos.

A lo largo de nuestra vida todos nos encontramos con múltiples situaciones en las que ese ejercicio resulta pertinente. Con toda seguridad no vendrán de la mano de un puñado de naves Klingon (o eso espero) pero, a cambio, adaptarán la no menos terrible forma de un jefe insufrible que nos ha cogido ojeriza, de un marido que te prometió que pondría el mundo a tus pies pero que ni siquiera es capaz de tenerse en pie cuando llega a casa, de un diagnóstico médico que incluye las palabras maligno y metástasis o de un gobierno formado por individuos que si contaran con una neurona menos precisarían de abono en primavera y de riego dos veces al mes. 

El problema es que ahí, en medio del tráfico de la vida real no resulta fácil aceptar que estamos en presencia de un escenario invencible. La inercia siempre nos impulsa hacia adelante y lo hace tanto y tan fuerte que uno de los rasgos más característicos del ser humano es que todos y cada uno de nosotros, con más frecuencia de la que creemos, somos capaces de convencernos de que algo va a acabar por funcionar si persistimos un poco más, a pesar de la atronadora evidencia que indica todo lo contrario.

Para empeorar las cosas, los economistas y los psicólogos saben que cuanto mayor es el esfuerzo, el afecto, el dinero, el tiempo y la energía que dedicamos a un proyecto, más nos resistimos a aceptar su fracaso. A nadie le resulta fácil repudiar su propia obra y, además, abandonar viejas ideas que resultaron menos buenas de lo que prometían nos produce un resquemor lacerante. Por eso insistimos, persistimos y nos cuesta tanto desistir en situaciones en las que la única opción razonable sería abrir la puerta, salir corriendo y cambiar de código postal.

Por eso, por ejemplo, los comunistas, lejos de abominar de su catastrófico sistema político, imputan sus recalcitrantes fracasos a la falta de determinación: si el comunismo real fracasa y una y otra vez allá donde se intenta es porque no se aplica a fondo, hasta sus últimas consecuencias. Resumiendo, que el comunismo fracasa por falta de comunismo, por insuficiencia de dosis. Más madera, compañeros. 

¿Qué hacer entonces en esa tesitura? ¿Resistir o abandonar toda esperanza? La decisión no es fácil porque, para empezar, no siempre resulta fácil determinar si estamos o no en presencia de un escenario invencible. En cualquiera de los dos casos, tanto si lo es como si no, puede que la solución venga de la mano de lo que se conoce como la paradoja de Stockdale. 

El almirante Jim Stockdale fue capturado y hecho prisionero en Vietnam durante ocho años a lo largo de los cuales fue torturado una veintena de veces. Durante todo ese tiempo Stockdale no perdió la esperanza de que sobreviviría, pero, atención, también se dio cuenta de que sus compañeros más optimistas eran los que más pronto se quebraban a medida que su cautiverio se prolongaba. Unas expectativas demasiado alejadas de la realidad resultaban, en esas condiciones tan difíciles, funestas. Por eso Stockdale trató de combinar esa esperanza con una aceptación descarnada y realista de la situación a la que se enfrentaba. 

El punto de vista de Stockdale está tan alejado del optimismo (hagamos lo que hagamos al final saldrá bien) como del pesimismo (hagamos lo que hagamos al final saldrá mal) y se basa en una razonable combinación de esperanza y realismo, porque los únicos soñadores que se salen con la suya son los que, además de soñar, se ponen manos a la obra y, además, son conscientes de lo que se traen entre manos. 

PD. Les recomiendo esta breve texto de un ingeniero militar norteamericano, experto en reactores nucleares, no sólo porque ilustra a la perfección -con mucho humor y terrible lucidez- la diferencia entre teoría y práctica, entre las ilusiones de la planificación y las dificultades del mundo real, sino porque permite entender que es lo que hay detrás de la casi universal, persistente y muy desconcertante floración electoral de todo ese catalogo de mostrencos políticos que ustedes y yo tenemos en mente:



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