Algo parecido a una filosofía




Un hombre -un ser humano, para no cabrear a nadie- se abre paso hacia la luz y comienza a llorar para que el oxígeno penetre por primera vez en los alveolos de sus pulmones. Esa diminuta criatura no decide llorar, es algo que ocurre porque la evolución ha estimulado (o al menos no ha reprimido) esa conducta que viene impresa en nuestro código genético desde hace miles de generaciones.

A lo largo de la vida ese ser humano actúa movido por necesidades internas y presiones externas pero nunca llega a ser libre del todo porque, como dijo Schopenhauer, un hombre puede (si acaso) hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiere. No elegimos los atributos esenciales de nuestro carácter ni nuestro catálogo de deseos primarios. 

Entender que esto es así ayuda a relativizar los rigores de la vida, nuestros propios errores y a entender mejor la conducta de los demás. Todos somos, como en la canción de Manolo García, hijos del vaivén, pequeñas marionetas que giran sin cesar en un enorme tiovivo que lo abarca todo: ocho horas diarias de oficina, compras en centros comerciales, comidas familiares y partidos de los niños y furtivos encuentros en moteles de carretera con una chica que aprendió mucho antes que tú todo lo importante de la vida. 

Olvidarlo conduce a dos grandes errores. El primero, tratar de racionalizarlo todo, como si la vida tuviera un sentido que es preciso rastrear volteando el terreno a cada paso para descubrir que es lo que se esconde debajo. El segundo, tomarnos demasiado en serio a nosotros, a los demás y a la vida en general. Todo lo que nos ocurre, en el fondo, es una comedia con momentos tristes y pérdidas irreparables, meteduras de pata y episodios más o menos surrealistas que nunca contienen nada parecido a una moraleja o una señal.

Vivir no es pensar. Vivir es ir viviendo, desbrozando el camino a tientas, aprendiendo y olvidando la letra de la canción sobre la marcha, aceptando que nadie -ni siquiera nosotros mismos- alcanzará a comprender nunca los móviles más profundos de nuestra conducta y que por eso no es lícito juzgar con facilidad y acumular prejuicios, que la única forma de perder el tiempo consiste en malgastarlo en odiar y tener miedo y que, puestos a elegir, es mejor conservar nuestras modestas ilusiones que todas esas certezas inamovibles que sólo contribuyen a hacer más estrecho e irrespirable nuestro mundo.

PD. Hablando de pérdidas irreparables, si encontrara la forma de hacerlo, cruzaría el famoso túnel que conduce al otro lado del no ser y me traería a mi padre cogido de la mano a este lado de la existencia y lo abrazaría hasta que los dos nos quedáramos sin aliento. 



Comentarios