Mi historia de amor con el C&A
En mi momento de máxima entropía, hace cuatro años, llegué a pesar algo más de 125 kilos. En el curso del año siguiente perdí unos 35 en una dieta inventada por mi mismo que consistió en empezar a hacer deporte y dejar de cenar y ya no los volví a recuperar. Sin embargo, el sobrepeso nunca se deja atrás, sólo se puede mantener, a base de determinación, a raya. Uno no deja de ser gordo, sólo se transforma en una especie de gordo en estado latente, que continúa contemplando los croasanes rebozados de chocolate como los leones contemplan a las escurridizas gacelas que ramonean entre los matorrales.
Cuando uno es un gordo activo, en plenitud de facultades, desarrolla sus propios rituales. En mi caso uno de los más curiosos tenía que ver con la ropa. Yo no podía ni soñar con adquirir ropa en el Mango o en el Zara y tenía que recurrir a los servicios del C&A, que, por fortuna, comercializaba ropa de las tallas XL, XXL y lo que fuere menester. Por eso, porque sólo había ropa de mi talla allí, cuando encontraba alguna prenda que me gustaba me la compraba de forma compulsiva, como si esa fuera mi última oportunidad y hubiera que aprovecharla a toda costa. Era muy consciente (ay) de que en el resto de tiendas no había nada para mi.
Recuerdo tres hitos en mi proceso de pérdida de peso: las dos veces que tuve que vaciar el armario y tirar toda la ropa, porque ya no me servía más que como tienda de campaña y la primera vez que pude comprarme algo en el Zara. No recuerdo qué fue, pero recuerdo la sensación. Ahora, en cambio, uso una 44 de pantalón y una L o una XL de camisa y soy consciente de que puedo comprarme ropa en todas partes y por eso ya no experimento aquella curiosa pulsión indumentaria.
Algunos sábados por la tarde, cuando voy al centro comercial la Fira de Reus entro al C&A de la planta baja. Ahora no suelo comprar ropa allí, pero al atravesar las puertas de cristal del C&A es como si regresara a un espacio familiar: el único lugar en el que la ropa no me recordaba que no había sitio para mi en el universo de la moda doméstica.
Por eso, cuando estoy allí dentro, incluso ahora, años después, todavía experimento una profunda y desconcertante sensación de agradecimiento, como la que uno siente por alguien que te acompañó en los tiempos oscuros, aquellos en los que el señor Zara y el señor Mango, tan finos y elegantes, no tenían nada que ofrecerme y, en cambio, el C&A me acogía amablemente y me decía al oído, venga muchacho, no te preocupes, aquí también hay un lugar para ti.
Gracias por todo C&A.
PD. El sábado pasado me compré un polo y unos pantalones cortos en el C&A y estaba tan contento por contribuir a la subsistencia del establecimiento (que a veces, según las noticias, parece amenazada, cosa que me apena sobremanera) que cuando iba hacia la caja le hubiera dado un abrazo a la cajera en señal de agradecimiento. Afortunadamente, no lo hice, porque no creo que el gesto hubiera sido bien entendido, así que toda esa corriente de simpatía se quedó allí flotando en el aire, entre pantalones vaqueros, polos y camisetas de algodón ecológico.
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