Un largo camino
Una canción en la radio produce el mismo efecto. Te conduce hacia la puerta de tu casa, gira la llave que pone en marcha el motor del coche y te arrastra hacia una autovía de dos carriles en medio de un mar de nubes que pasan en silencio peinando el verde de la tierra y hacía un futuro del que entonces no sabías nada y del que aún lo ignoras todo, porque, aunque todas esas arrugas en tu cara te susurran que te has hecho mayor, si eres honesto contigo mismo, algo que, por cierto, no siempre se te da demasiado bien, has de reconocer que de las cosas que importan -de las que importan de verdad- continúas sin saber gran cosa y, además, comienzas a intuir que eso no va a cambiar y que por eso esa vaga sensación de desasosiego y angustia que arrastras en tu maleta está condenada a acompañarte en todas las estaciones y apeaderos del camino.
Entonces cierras los ojos por un instante, los abres justo a tiempo para ver como la maleza ha ido conquistando aquel empinado prado al pie de la torre que tu padre segaba cuando eras niño, respiras hondo ese aire rojizo cargado de polvo de cemento y óxido de hierro, trazas -podrías hacerlo con los ojos cerrados- esa última curva en la que algunas noches ardían los camiones que se salían de la carretera y todo en el universo te dice que ya está, que una vez más, estás a punto de regresar a tu casa.
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