La región inexplorada


El Bayern atropella al Barsa y yo regreso con las orejas alicaídas a este blog, que también es mi casa, después de unos días de abandono que parecen años, porque en este tiempo de pandemia todo a nuestro alrededor parece un poco triste, algo amenazante y nunca del todo alegre. Pero qué les voy a contar que no sepan mejor que yo, amables compañeros de confinamiento y convecinos de esta especie de sombría libertad condicional en la que ahora sobrevivimos y que no en vano recibe el siniestro nombre de "nueva normalidad".

En medio de todo me hago mayor. Y este proyecto de vejestorio que soy aún alcanza a soportar, más bien que mal, las pandemias, el dolor articular por exceso de ejercicio y los rigores de la canícula porque en cada cosa, incluso en las más terribles, es posible rastrear un aliento de belleza, pero cada vez sobrelleva peor la convivencia forzosa con todas esos concienzudos sujetos repletos de certezas que deambulan por la calle, por las redes sociales y por los telediarios, inundando de solemnidad cosas que no importan nada y que un día nadie recordará. Me aburren tanto que he llegado a formular mi propio teorema al respecto: el volumen de certezas de una persona es inversamente proporcional a su inteligencia. El dogmatismo es la patria de los cretinos.  

No está de más recordar que las ideas (como los equipos de fútbol, ay!) prescriben y lo hacen, por cierto, mucho más rápido que los sentimientos. Aunque nadie lo sepa -a veces ni siquiera el interesado es consciente de ello- uno puede pasarse años enamorado de una deslumbrante profesora de Vilanova y la Geltrú de ojos abisales o de un severo guardia urbano de Venta de Baños con una discutible retirada a Clark Gable y ese amor, que se desborda y lo achicharra todo, nunca llegará a ser portada en la prensa local ni trending topic en Twitter porque en realidad a nadie le importa un pepino lo que nos ocurre por dentro y porque a menudo somos nosotros mismos los que incurrimos en el feo hábito de tratar de racionalizar nuestros sentimientos (casi siempre para desactivarlos), con la misma probabilidad de éxito, por cierto, que un artificiero que tratara de convencer con buenas razones a un paquete de nitroglicerina de que no haga explosión.

Ana María Matute escribió una vez que "en la inmensa región de los corazones conviven luces, fervores, negras sombras, estaciones frías o cálidas, montañas y selvas peligrosas, gozosos valles que nadie sino el dueño de cada corazón, si es que uno lo es siempre, puede ni remotamente comprender". Aprendí de memoria la frase porque en cuanto la leí fui consciente de que nunca podría mejorarla, porque no podría estar más de acuerdo aunque fuera mía y porque, en el fondo, estaría encantado de que lo fuera.

Lo cierto es que de esa región inexplorada de nuestro corazón sabemos bien poco y además, cuando experimentamos una emoción que percute con fuerza sobre todo nuestro ser nos desequilibra demasiado como para alcanzar a entenderla en directo y solo mucho más tarde, al correr del tiempo, cuando se va expandiendo dentro de nosotros, somos capaces de aceptarla en toda su extensión, con todas sus ángulos y aristas. A veces allí donde la inteligencia se harta de buscar, el corazón, sin más, encuentra. 

En fin, que pasa la vida y pasa, también, que se nos va llevando por delante. Que esa evidencia y sus innumerables derrotas por goleada (ay!) no nos arrebaten la esperanza y la sonrisa. Esa y no otra es la pelea que hemos de librar: conservar cierta forma primitiva y casi salvaje de optimismo y la capacidad de apreciar la belleza es lo único que diferencia a la gente que no está dispuesta a rendirse, de todos aquellos que, aunque no lo digan, ya se han resignado a su suerte y, sin saberlo, van dibujando su destino con la tinta de esa resignación.

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