Comentarios políticos para gente harta de noticias políticas
Hablando con amigos de uno y de otro signo político compruebo algo que hace tiempo que intuía: la derecha y la izquierda española se parecen mucho más de lo que les gustaría a sus fieros militantes. A la derecha le apasiona la idea de España y le fascina exhibir sus símbolos en todos los formatos y soportes, de mecheros a cinturones, pero no le gustan demasiado los españoles, supongo que porque no se parecen lo suficiente a el Cid Campeador o a Don Pelayo. Anda que se iba a dejar Don Pelayo ocupar un piso por unos inmigrantes ilegales que no toleran el alcohol ni los derivados del cerdo.
A la izquierda, en cambio, que simpatiza con todas las causas nacionales del mundo (con los kurdos, los palestinos o los saharauis) la causa nacional española le repugna o le resulta indiferente, como si se hubiera algo intrínsecamente maligno en proclamarse español. No hace mucho el líder de Podemos llegó a decir incluso que el concepto de España era, para la izquierda, un referente vacío de contenido. Y, para variar, no mentía al decirlo, porque estoy seguro de que lo cree de verdad.
Por eso si uno se mete en cualquier foro y lee las opiniones de un militante de Podemos y de uno de Vox comprueba que, aunque discrepen en la causas, están de acuerdo en el diagnóstico: en España, todo mal, muy mal, peor que ningún sitio. Aunque lo diga gente que nunca ha salido de Betanzos.
Pero tienen más cosas en común. Para empezar, son de gatillo fácil a la hora de sentirse ofendidos. Si no suscribes al cien por cien y sin peros, punto por punto, su programa político y no aceptas como una genialidad cada inexplicable pirueta de sus dirigentes, te arriesgas a ser distinguido con el oprobioso estigma del desafecto. Los partidos políticos españoles, que no son más que instrumentos extractivos a través de los cuales unas minorías obtienen copiosas rentas a costa de sus votantes y, muy a menudo, en contra de sus intereses más elementales, son aversos a la discrepancia y recelan por instinto del talento.
Al líder no se le cuestiona y el destino del que ose hacerlo es ser postergado. Pensar por cuenta propia emite una pésima señal organizativa y constituye toda una amenaza para el bienestar de los que dirigen el rebaño. Siendo así, el político ideal es aquel cuyo valor fuera del partido se aproxima a cero, porque, en tal condición, aguantará lo que sea menester y tragará lo que haya que tragar con tal de seguir percibiendo la soldada que le proporciona su inexplicable carguillo.
Otra cosa en la que se igualan es su enfermiza, maniquea y muy cansina obsesión con la guerra civil. Yo nací en 1970 y estoy, literalmente harto de ver películas y de leer libros sobre nuestra tristísima contienda. Se puede argumentar que con la Segunda Guerra Mundial ocurre lo mismo, pero la diferencia estriba en que nadie en su sano juicio ve La Lista de Schindler y piensa en invadir Alemania o en darle un puñetazo a Angela Merkel. Aquí, en cambio, cada oscuro y lastimoso episodio de nuestra guerra civil es utilizado para zaherir a un adversario político al que, cada año que pasa, esa guerra y la sociedad que la incubó le resulta más y más lejana. Pero eso no importa, porque no se trata de aprender del pasado, sino de utilizarlo para escupir en el ojo del prójimo. Un consejo personal: si alguien, en cualquier discusión, saca la guerra civil a pasear, es que tiene menos recursos intelectuales que el ministro de Consumo, que ya es decir.
Por lo que se refiere a Cataluña hay que reseñar que por estos lares hemos asistido a un elocuente prodigio. La famosa revolución de las sonrisas, uno de cuyos objetivos era integrar a los catalanes de toda idea, origen y condición en una república de helados y felicidad, se ha trasmutado de repente en la revolución de la inquina y la mala leche. Ahora los ciudadanos españoles que residen en Cataluña y que no muestran el debido afecto por la reluciente causa de la liberación nacional ya no son tales, sino ñordos, colonos, ocupantes, fascistas y/o bestias taradas con baches en el ADN. Y del España nos roba se ha pasado al España nos mata, porque, al parecer, el coronavirus lo inventaron unos malignos españoles a medio camino entre Carabanchel y Vallecas.
En el corto trayecto que va de la ilusión a la frustración muchos independentistas han decidido quitarse la careta, sacando a la luz algo que para mi siempre fue evidente: que, en el fondo y no tan en el fondo, el independentismo, en su versión más pata negra, fue siempre un fenómeno con un poso racista y clasista, diluido y edulcorado, eso sí, con vagas apelaciones al progreso y la integración, folclore carlista y manifestaciones corales y una mal disimulada añoranza por una Cataluña catalana, es decir, pura.
Por eso ahora sus mas formidables adalides, agrupados en torno a la mítica figura de Braveheart Puigdemont, el hombre que escapó encogido en un maletero, ya no se cortan ni un pelo y promueven activamente progromos y expulsiones o, al menos, exigen que se les sustraiga el derecho a voto a los catalanes que no se adhieran al ideario de la nueva república, con lo que, de facto, dejan de ser catalanes y, de paso, ciudadanos. Incluso Rufián ya ha tenido ocasión de degustar el sabor de la auténtica catalanidad y por eso, no hace mucho tuvo que salir de una manifestación por piernas porque, de repente, ya no era un buen catalán. Lo que aun no sabe pero quizás comienza a intuir es que nunca lo fue y que nunca podrá serlo por mucho que se apriete la camisa.
Si uno sabe apreciar la ironía, no deja de ser divertido que el partido en el que se cobijaron el mayor número de alcaldes franquistas (por goleada), que es también (oh, sorpresa) el mismo partido condenado por una corrupción sistemática sujeta a porcentaje (que no era, por cierto, del tres por ciento, sino bastante superior), sea ahora el mismo que -media docena de cambios de nombre después- abandera la esperanza de progreso y la libertad de la república catalana desde Bélgica, nada menos.
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