Migraciones


Puedo verte desde aquí. Estás en tu habitación, tumbado en la cama, escuchando música en uno de aquellos aparatos de radio estéreo que eran el único capricho de tu vida adolescente y adivinando formas en las espesas manchas de humedad en la pared. El corazón te arde desde muy adentro como si fueras una estrella que se quema con una fosforescencia rojiza y tu cabeza trata de adivinar cómo responderán los años que están por venir a todas esas preguntas que te acechan cuando ya es demasiado tarde para dormir.

La vida -aún no lo sabes, pero ya comienzas a intuirlo- es un animal frágil y ciego que dispone de habilidades extraordinarias: es capaz de carcomer hasta el tuétano cada una de las cosas que ahora te parecen evidentes, de borrar todas las caras que aparecen en la foto de tu primera comunión y de imprimir, a base de horas muertas en el balcón, cafés con chicas con perrito escapadas de un cuento de Chejov e interminables tardes de verano, un temblor imposible de disimular en las yemas de tus manos.

Tu única certeza es que muy pronto te irás de esa habitación y dejarás atrás esa casa, ese pueblo, esa vida y hasta a ti mismo. Ignoras -y es mejor que sea así- que ese viaje no es más que una forma nada metafórica de éxodo y de destierro, porque la vida no es una mesa de de billar en la que se puede calcular la trayectoria de los objetos y el ángulo exacto en el que salen despedidos al impactar entre sí y por eso mismo, no hay ningún lugar al que se pueda llegar y mucho menos ninguno del que se pueda regresar. 




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