De los hombres y otros protosimios
Mas de una vez he dicho en público que los hombres somos idiotas. Cuando lo afirmo delante de un auditorio femenino las mujeres invariablemente sonríen y desechan la idea: no se puede generalizar. Yo, como no es la primera vez que lo digo, sonrío también con la certidumbre que me produce conocer muy bien, desde hace mucho y desde muy adentro, la causa perdida de mi propio género.
Mi argumento no consiste en que los hombres sean malvados (los hay, por supuesto, como hay mujeres malvadas) ni necios por voluntad propia. Los hay muy razonables y bien intencionados, estrictos seguidores de las leyes civiles y el código de circulación, atentos y educados, perfectos yernos y magníficos cuñados. El problema es que, desde una perspectiva general, el ser humano varón resulta, como artefacto producto de la selección natural, bastante deficiente.
Para una mujer reconocerlo no es sencillo, porque significa admitir que ha consagrado buena parte de su vida amorosa a relacionarse con imbéciles y/o tarados y como esa píldora no resulta fácil de tragar es tentador esquivarla acudiendo al refranero y refugiándose en los lugares comunes: cada persona es un mundo, entre los hombres hay de todo, como en la viña del Señor (¿dónde estará la viña esa? ¿será de Macabeo, Verdejo o de tinta de Toro?) y otros tópicos análogos.
Resígnense, queridas amigas. El hombre es esencialmente bobo y si tiene testículos es esencialmente para compensar su lastimosa falta de huevos. Eso es así. Estamos educados para ir de machitos altaneros por la vida y por eso acostumbramos a sostener nuestros endebles argumentos contra toda evidencia, sin enmendarlos jamás para no lastimar nuestro precario orgullo y, además, no tenemos inconveniente en defender hoy lo contrario de lo que defendíamos ayer, porque todas nuestras ideas son más hijas del interés, la coyuntura, la conveniencia y/o la voluntad de empotrarse a alguna señorita que de la razón. Eso por no hablar de nuestro subdesarrollado aparato emocional, que apenas nos alcanza para expresar emociones primarias y elementales no muy distintas a las que exhiben los monos con sus colas prensiles en lo alto de un árbol.
Los hombres son bobos en la modalidad bobos de baba: triviales, adictos al reconocimiento social, ególatras, mentirosos y cobardes. Y punto. Acéptenlo y les irá mucho mejor en la vida. Se libra, a lo sumo, uno de cada diez mil, entre los que -casualmente- me cuento yo mismo. Es por eso que, si por ventura se topan con una de esas improbables excepciones, mi desinteresado (o no, al fin y al cabo soy un hombre) consejo es que se aferren a él como si se tratara de aquel trozo de madera al que Kate Winslet se agarraba justo después del naufragio del Titanic, porque la probabilidad de encontrar a otro ejemplar que merezca la pena y que no acabe resultando más falso que un duro de metacrilato es, se lo aseguro, muy baja, por más que me pese reconocerlo.
Y si después de leer esto aún no me creen no pasa nada. Dentro de unos años volvemos a hablar del asunto. Y veremos si aún siguen sonriendo cuando se lo repita. Estaré sentado por aquí esperando.
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