El tiempo que pasa



Hay momentos de la vida en los que todo se revuelve. Sin saber cómo se nos agrietan los pilares y se nos viene abajo la casa y así, entre los escombros, a uno le cuesta encontrar el norte y, a ratos, hasta respirar. En medio de la polvareda uno insiste y persiste y se deja los cuernos tratando de encontrar el camino, ignorando que, casi siempre, al final es el camino el que acaba por encontrarlo a uno si se aguarda lo suficiente.

El tiempo, sin embargo, obra milagros. Nada cambia y, sin embargo, de alguna forma, llega un día en que todo existe de otra manera, más aquietada, menos solemne y mucho más serena. Por primera vez en muchos meses me siento feliz, feliz de verdad y duermo realmente bien y eso, en un pésimo dormidor como yo, constituye una excelente noticia que casi se puede considerar un milagro.

Pronto me iré de vacaciones a Hamburgo, Lubeck y Bremen para visitar los deslumbrantes mercadillos navideños de Alemania. Y antes de eso regresaré a Castilla, el único lugar en el que me siento en casa y Asturias, mi tierra, en la que me aguardan mi hermano, mi madre y un puñado de viejos amigos. 

Además, dentro de unos meses, si todo va bien y la burocracia administrativa no lo impide, confío en cerrar mi etapa en Cataluña, a la que llegué siendo un jovencito de veintipocos años y de la que me iré habiendo cruzado la línea de la cincuentena.

Así es la vida. Cambios, idas y venidas, pruebas y errores y de fondo, el paisaje incontestable de ese milagro que consiste en respirar y estar vivos, agrietados y medio hechos polvo, pero vivos, como ese viejo puente romano que cada siglo, cada año, cada minuto y cada segundo desafía los tentáculos invisibles de la gravedad.

No sé si la vida lo pone todo en su sitio. Pero hoy intuyo que es verdad y esa elegante esperanza me hace sentir que el pálido sol del otoño brilla con más fuerza.

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