Veinticinco años




El viento del otoño juega a hacer remolinos en la arena, como un perro callejero al abordaje de un hueso y el cielo gris se descuelga perezoso y leve sobre los tejados de la ciudad anunciando la llegada del invierno. Ahora todo tiene un aire provisional y melancólico y nadie parece saber muy bien qué decir, como si estos días espesos en los que el sol parece sacado de una vieja foto de Polaroid y la vida camina lenta detrás de los cristales no fueran más que el preludio de algo incierto que está por venir.

Escribe Stephen King -al que intuyo que no se valora como se merece por la sencilla razón de que toda su obra literaria aspira a producir una emoción tan primaria y hermosa como el terror y no esas lánguidas y más bien inútiles reflexiones sobre el sentido de la existencia que tanto parecen erotizar a los críticos literarios- que el "momento que da más miedo es justo antes de empezar". Y es cierto.

Parte del proceso de hacerse mayor consiste en aceptar nuestras efímeras victorias sin desabrocharnos la camisa y en afrontar nuestras más que seguras derrotas con deportividad y sin sentirnos basura, porque por mucho que perseveremos y nos esforcemos hay laberintos en el alma humana cuyo acceso nos está vedado y, además, por más que uno se fustigue, es imposible hacer retroceder ni un milisegundo la aguja del reloj, así que no queda otra que seguir adelante, porque muchas veces eso y sólo eso, continuar, es -como dijo Camus- un logro sobrehumano.

El fin de semana que viene estaré en Madrid, la única ciudad de la que no acabaré nunca de irme del todo, en unas cuantas semanas estaré celebrando el Adviento en Hamburgo y Bremen, en unos días más visitando a mi familia por Navidad y, al regreso de la primavera, si todo sale como es debido, regresaré a Asturias después de una ausencia que se ha prolongado durante más de 25 años. 

Aquel joven que creció al lado de una carretera nacional recuerda el momento preciso en que le comentó a su madre que se casaba y se iba a vivir a Barcelona y el señor con canas en la barba y presbicia que está a punto de regresar ha aprendido que el destino es un artefacto curioso y lleno de sorpresas cuya especialidad consiste en lanzarnos la pelota justo por el único ángulo por el que no tenemos ninguna posibilidad de verla venir. 

De todas formas antes de irme aún me quedan unas cuantos meses de preparativos de mudanza, de despedidas, de abrazos y de últimas miradas. Al fin y al cabo veinticinco años dan mucho de sí y no hay ráfaga de viento que alcance a borrar todos esos recuerdos, porque esos recuerdos, buenos, malos y agridulces, todas las cosas que dije y todas las que no me atreví a decir, todas las canciones que tarareo cuando nadie me escucha, todas esas playas, bosques y atardeceres y esos cientos de miles de quilómetros de idas y vueltas, son ni más ni menos, que yo mismo. 

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